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Cuentos éditos

¿Qué es?

( de Babosas y Fósforos)














Mi hija Elisa estaba cenando.  Yo tenía en mis manos un plato con una papilla de zanahoria zapallo espinaca y carne.  Ya se veía el fondo del plato, en el cual hay una familia de ositos.  Papá oso está en la cabecera de una mesa de madera rústica.  Mamá osa está sirviendo un flan.  El osito está sentado frente al padre.  En el fondo una estufa tiene encendida su hoguera.  Sobre la piedra que constituye la estructura de la estufa están apoyadas una olla y una caldera..  Por una pequeña ventana se ve un paisaje campestre.  Hay un bosque, más atrás una montaña.

Algo malo puede ocurrir, hace tiempo que lo sé.  Me pregunto ¿qué ve?

Hoy, en cuanto llegué a casa, luego del trabajo, la saqué a pasear, como hago habitualmente.  Estaba ella sentada en su carrito.  Tenía puesto un jardinero con un buzo amarillo. Yo le había hecho un moñito con un broche del mismo color.  Iba alegremente batiendo sus manos y piernas en el aire.  Cuando fuimos a cruzar la esquina ella giró su cabeza.  Dirigió la mirada a punto punto lejano.  Miré en la misma dirección.  Sostuve firmemente mi cartera mientras intentaba responderme cuál era la amenaza.  Encontré la habitual tranquilidad del barrio.  Los árboels sacudían sus hojas al viento.  Algunas se caían para formar una alfombra en la vereda.  No había movimiento alguno en las casas de la esquina.  En el porche de una de ellas, acostado sobre un banco de hierro, había un gato.  Me pareció que nos miraba con sus ojos entre cerrados, aunque la distancia no me permitía asegurarlo.  Todo su pelaje era blanco, salvo el que rodeaba su ojo izquierdo.  Daba la impresión que fuera tuerto, pero era el efecto que producía el pelo negro alrededor del ojo.  Imaginé que hubiera pasado ágilmente por al lado del carro, produciendo la repentina mirada de mi hija, y luego se hubiera instalado en su banco.  Pero a medida que nos acercábamos a él me daba cuenta de que el animal estaba somnoliento.  Daba la impresión de que hacía largo rato estaba instalado allí.  Recordé haberlo visto en otras ocasiones en el mismo lugar.  No encontré explicación alguna a la repentina y sorprendida mirada de mi hija.  

Ya se veía el fondo del plato con su familia de ositos.  No quedaba mucho puré más.  Estaba ella abriendo su boca para recibir una de las últimas cucharadas.  El cubierto se torció velozmente derramando parte de su contenido en la pequeña silla puesto que la cabeza de mi hija giró bruscamente en dirección a la ventana del patio.  La persiana estaba completamente cerrada.  No se había escuchado sonido alguno.   Sin embargo ella dirigió su mirada repentinamente hacia ese lado y la sostuvo unos segundos con vivo interés.  Estuve muy atenta durante esos segundos, me he propuesto estarlo en esas ocasiones.  Hice esfuerzos para tratar de recibir cualquier estímulo proveniente del punto donde mi hija fijaba sus pupilas atentas.  Entonces, decidí buscar respuesta en sus ojos.  Miré profundamente sus ojos fijos.  Pude confirmar, sin lugar a dudas, que estaban detenidos en un punto invisible para mí.  La expresión de su rostro fue transformándose, respondiendo claramente a alguna acción de la cual era yo totalmente ajena.

Fue en ese momento cuando me di cuenta de la conexión.  Algo malo va a ocurrir, hace tiempo que lo sé.  Cuando ella nació fue la primera vez que empecé a sentirlo.  Pero recién en ese momento me di cuenta de la conexión entre ese sentimiento mío y la repentina y atenta mirada de mi hija a un punto fijo invisible para mí.  Ella también lo sabe, o lo sabe más que yo.  En esos momentos, por alguna razón, ella ve el objeto de la amenaza,  mientras yo sólo siento que algo malo va a ocurrir.   

Limpié la dosis de puré derramada en la silla.  Le pasé una servilleta por la boca.  Le ofrecí una última cucharada que rechazó.  Su mirada volvió a cambiar con brusquedad para fijarse con la misma intensidad en un nuevo punto.  En determinado momento sus ojos siguieron la trayectoria de un objeto.  Cuando llegué al flan que le doy siempre de postre y que suele comer con avidez, estaba demasiado inquieta para aceptar una sola cucharada.  Miraba atentamente algún objeto que describía una trayectoria exactamente por encima de mi cabeza.  Entonces comenzó a llorar.  Hacía esfuerzos para salirse de su silla y llegar a mis brazos.

Algo malo va a ocurrir.  Mi hija lo ve.  Me pregunto ¿qué es?

El reloj marca las 23.20 en el oscuro dormitorio de Elisa.  Sus ojos ya se han cerrado.  Su respiración suave invade mis oídos.  La he recostado a mí.  Como siempre, mantengo mi boca en su mejilla, para besarla mientras va conciliando el sueño.

La puerta acaba de cerrarse.

Las ventanas están cerradas para que duerma sin corriente.  Sin embargo, la puerta acaba de cerrarse.  La había dejado abierta con el pestillo rozando la pared contigua.  Había encendido la luz del baño para que apenas ilumine el dormitorio.  En determinado momento inició un lento movimiento.  Demoró unos segundos en recorrer la trayectoria desde la pared contigua hasta el marco.  Lentamente fue trasladándose la sombra.  Cuando llegó al marco la cerradura golpeó levemente.  En este momento algo hizo suficiente fuerza como para trabarla.  La luz proveniente del baño ha quedado anulada. 

Mi hija está recostada a mí.  La beso.  No hay corriente alguna, sin embargo la puerta se cerró.  Estamos  a oscuras.  No alcanzo a ver la cuna ni la lámpara con conejitos ni logro ver nada.  Siento su respiración suave en mis oídos.  La beso. 

Algo malo está ocurriendo.  Me pregunto ¿qué es?  


Con ellos
( de Babosas y Fósforos)

La madre observaba a la hija.  Bruna caminaba con un grupo de muchachos.  Había bastante bruma, sin embargo alcanzaba a verla.  Sintió su carcajada.  Llevaba puesto el vestido de su cumpleaños.  Había cumplido cinco hacía tan sólo tres meses.  La torta había sido de un  personaje de televisión, aunque su madre no podía recordar cuál.  En otras circunstancias sí lo recordaría, pero no ahora.  Se fijaba en su hija, en su hija Bruna, quería asegurarse de que fuera feliz.  Estaba muy hermosa.  Un muchacho de unos veinte años de pelo largo y traje negro le decía alguna cosa.  Bruna sonreía, se carcajeaba.  Daba la sensación de que sí era feliz.  El muchacho de traje negro tenía una camisa blanca, como el cuello estaba abierto se veía su pecho.  Había otras personas detrás de Bruna y el muchacho.  La madre se detuvo a observarlos pero no tuvo tiempo de verlos con el detalle que hubiese deseado.  Cuando su hija iba a algún lado, ella siempre quería asegurarse.  Cuando una compañera de escuela la invitaba a su casa, ella siempre conversaba un poco con la madre sólo para saber cómo eran.  Quería asegurarse de que Bruna estuviera a gusto.  En aquel momento era esencial que fuera feliz, más feliz que nunca. 

Todos comenzaron a elevarse, suspendidos en el aire.  No hacían esfuerzo alguno, sin embargo ascendían.  Sólo Bruna permanecía en el suelo, mirándola.  Fue cuando comprendió que ya no tenía tiempo.  Bruna le sonrió al muchacho y luego a ella.  Esperaba su permiso. 

Se despertó bruscamente pues ya no tenía tiempo.  Se  levantó de su cama.  Salió al largo corredor en dirección al cuarto de Bruna, corría, sin embargo tuvo tiempo de ver algunas cosas.  El reloj estaba donde siempre.  Había pertenecido a su abuela.  Estaban los libros apilados junto a la biblioteca.  Permanecían allí hacía unos meses.  Ella no se había dispuesto a guardarlos, aunque siempre pasaba por allí y se decía “debo guardar esos libros ordenadamente”, como se dijo ahora.  Se dijo:   “debo guardar esos libros”,  a pesar del apuro.  El armario del corredor se abrió cuando ella pasó.  Dentro estaba la muñeca que le habían regalado en su cumpleaños, hacía tan sólo tres meses.  Se había roto y la madre la había escondido para que Bruna no la encontrara hasta tener tiempo de repararla.  Pero ese tiempo no llegó.  La puerta estaba entre abierta.  Se detuvo en el umbral.

Preguntó:   Respira?

El padre estaba sentado junto a la cama.  Su mano apoyada sobre la frente de Bruna. 

-          Respira, lentamente, pero respira aún.

Entonces ella fue hacia la cama.  Se acostó a su lado, como lo hacía cuando su hija iba a dormir.  Finalmente, acariciándola con su aliento y besándola con los labios dijo: 

-          Mamá los vio, puedes irte con ellos. 


Mi obra


Yo me ocupo de la limpiadora del edificio, pues siempre estoy.  Soy la única que trabaja en casa.   Todos los demás van a una oficina, así que no pueden abrirle a la limpiadora. Yo la recibo y le pago.  Lunes miércoles y viernes. En definitiva soy la que trato con ella.  A lo largo del mes van viniendo a tocarme timbre para pagarme la parte que les corresponde. 
Le puse un horario, que venga más o menos cuando interrumpo para almorzar.  Eso es entre las dos y las tres de la tarde.  La mato si llega a aparecerse cuando yo estoy completamente ensimismada, sudando y temblando, esparciendo colores sobre el lienzo, con la convicción de que no hay nada mejor en el mundo  que la visión que está frente a mis ojos, mi propia obra.
Se hacen las tres de la tarde y no vino.  El corredor está sucio.  A las siete bajo a fumar para ir viéndolos llegar.  A muchos no les gusta que fume en la puerta del edificio, pero que no se quejen porque yo soy la que le abre a la limpiadora.  ¿Acaso alguien podría hacerlo por mi?  ¿Van a contratar un portero, o qué?
“No vino”.  “Hoy faltó la limpiadora”.  “Janet no vino”.  “No avisó”.    Voy cambiando la frase para no aburrirme.  La digo diez veces, la cantidad de departamentos que tiene mi edificio.    Se me acaba el cigarro y ya no tengo más que decir.  Vuelvo a mi atelier. 
El miércoles ocurre lo mismo.  Se hacen las tres de la tarde y Janet no se aparece.  Si me hubiera avisado.  Pensar que interrumpí sólo para asegurarme de escuchar su timbre sonar.  Estaba con la música a todo volumen.  No podía parar de pintar.  “Tenés que abrirle a la empleada”  “Tenés que abrirle a la empelada” “Se hace la hora” me decía una vocecita.  Así que paré.  Comí.  Se hicieron las tres de la tarde y no se apareció.  Mi cuadro quedó inconcluso, no sé si podré recuperar ese efecto, lo que sentía en ese momento para plasmarlo en el lienzo.
Miro todos mis cuadros silenciosos.  Salgo al corredor.  Observo las baldosas.  Las escaleras oscuras.  Me dirijo al placarcito del hall.  Saco el Poet, la Jane, el Cif.  Busco el lampazo, el trapo.  Empiezo a tirar agua con Cif y Jane.  Paso el trapo.  Imagino que así es como se hace.  Por el rabillo del ojo veo mi imagen en el espejo ese que uso siempre para ver si estoy linda antes de salir.  Pero esta vez no me miro.  Cuando todos lleguen no van a poder creer mi amabilidad.  Se van a caer de culo  cuando les diga que como no vino Janet, yo decidí limpiar.  Vuelvo a dejar todo en su lugar.  Me encierro una vez más. 
Golpean a la puerta.  Es el del 203, extiende hacia mí su parte del mes.  Miro el dinero.  $140.  Lo acepto.  También el del 301.  Ya son $280.   
El viernes a las tres tampoco  viene.  Abro el placard.  Saco todo.  Empiezo a pasar el trapo mojado.  Voy viendo cómo la suciedad se desprende, se disuelve en el agua que hay en el balde.  Enjuago el trapo.  Lo lavo.  Vuelvo a pasarlo.  Miro cómo quedó todo.  Se ve que le agarré la mano.  Está impecable.
Como todos vieron el piso brillante se acordaron de venir a darme la plata para Janet.  Viene el del 202, me entrega el dinero.   Viene la mujer del 401, una tipa muy comedida.  Me dice que qué suerte que Janet está viniendo, porque era una vergüenza cómo estaban antes los corredores.  Le explico que yo le ordené que viniera y le indiqué cómo debía hacer para limpiar.  Ella sonríe y me agradece de parte de todo el Palacio Uruguay, que ese es el nombre de mi edificio.  Se aleja felicitándome por ser tan buena patrona.  Los corredores están hechos una pinturita. 
El lunes siguiente estoy limpiando el corredor de mi piso.  Son las dos y media de la tarde.  Oigo el teléfono de mi departamento sonar.  Me saco los guantes.  Levanto el auricular.  Es ella, Janet.  Me dice que tiene a alguien enfermo, un pariente, un hijo probablemente.  Le digo que no podemos tolerar eso, que tuvimos que contratar a  otra persona, que por qué no avisó antes. 

Apoyo con fuerza el auricular sobre su base.  Dejo los guantes junto al teléfono.  Sumerjo las manos en el balde.  Siento toda esa suciedad en mis manos.  Tiro con fuerza el trapo al piso.  Sacudo el lampazo a un lado y otro enojada.  Debió haber avisado antes, ¿o no? 

Clara


Todas las mañanas me levanto como a las 7.30.  Entro a trabajar a las 10, pero mi hija debe estar en el colegio a las 8.15.  Mi esposo, mi ex esposo, la retira de casa los miércoles y viernes y la lleva él al colegio.  No es algo que aporte mucho al funcionamiento de nuestra familia, quiero decir de nuestra ex familia, pero lo hacemos así para que Elisa vea a su padre.
Además de Elisa está Clara. 
Clara es una niña que vive, que vivía en mi placar.  Desde que me divorcié tengo un departamento en el Cordón.  Tiene un estar, un baño, una pequeña cocina y dos dormitorios.  Uno es para Elisa y el otro para mí y Clara.  La relación que existe entre Clara y yo, aunque ésta no es de mi propia sangre, es mucho más profunda e íntima que la que tengo con mi hija. 
Es que Clara ha estado a mi lado durante toda mi vida. 
La ocasión  en que apareció por primera vez fue hace muchos años.  Mi hermana y yo volvíamos de la escuela.  Apenas traspasado el umbral sentimos una fuerza descomunal que nos tomaba del pelo.  Nos sacudió las cabezas a un lado y otro, y como éramos muy pequeñas, también nuestros cuerpos.  Una de nosotras cayó (no recuerdo si yo o mi hermana).  Entonces recibió una patada.  Ya caídas en el piso las dos, supimos que la paliza se debía a haber jugado rin raje.  La tarde anterior, habíamos estado tocando el timbre de la vecina.  En cuanto ésta se asomaba a ver quién era, salíamos corriendo.   Era muy divertido.  Una de las veces una de nosotras dobló la esquina demasiado tarde.  Fue descubierta.  Al parecer, la mujer había ido a quejarse con mi madre.  Ésta, a los efectos de asegurarse que no volviéramos a hacerlo, nos propinó aquella paliza. 
Esa noche abrí la puerta del placar.  Entonces la conocí.  Se agazapó.  Se tapó el rostro.  Comenzó a temblar.  Se hamacaba a un lado y otro.  Pero fue muy paciente.  Le conté todo lo que había sucedido.   Ella me comprendió.  Le juré por Dios que yo algún día tendría una hija.  La tendría para asegurarme de no hacerle eso nunca jamás, eso que mi madre me hacía a mí. 
Cuando vivíamos en la casona del Prado, ella estaba en el ropero.  Se quedaba allí sentada abrazándose las rodillas, apoyando el mentón sobre las mismas.  Se hamacaba adelante y atrás.  Temblaba.  Eso es lo que sigue haciendo ahora, treinta años después.   
Ahora me divorcié y me mudé al departamento. Estoy bastante triste.  Suelo pasarme las noches hablando con la pobre Clara.  Quizás abuso de su paciencia de pobre niña temblorosa.   Pero ¿qué puedo hacer?


Esta tarde, cuando regresé de trabajar en el 121 tuve muchos inconvenientes.  El ómnibus se detuvo a la altura de 18 y Magallanes por una avería.  Todos los pasajeros salimos del vehículo a esperar el siguiente.  Pasó uno que no se detuvo porque estaba demasiado cargado de pasajeros.  Luego pasó otro que tampoco se detuvo por la misma razón.  Recién a las veinte pude abordar el definitivo.  Manoteé mi celular para avisarle a mi esposo, mi ex esposo que llegaría tarde a recogerla.  Pero éste no tenía carga. 

Cuando llegué a su departamento me dijo que estaba harto de mis demoras, que debía buscar el modo de llegar a tiempo pues él tenía cosas que hacer. 

Me di vuelta de la mano de Elisa para dirigirme a la parada de un segundo ómnibus. Crucé mi mirada con una mujer de mi edad.  Di vuelta la cabeza para ver a dónde se dirigía.   Se detuvo frente al edifico de mi esposo.  La chicharra le dio paso.

Cuando llegué a casa vi que me quedaba salsa de tomate Cica en la heladera.  La olí.  Me pareció que estaba en buen estado.  Entonces preparé unos fideos Adria con una salsa de tomate.  Colé los fideos, los puse sobre una fuente de vidrio.  Luego retiré la salsa del fuego.  La dejé caer sobre los fideos.  Revolví un poco.  En ese momento sonó el teléfono.  Me dirigí al estar.  Atendí.  Era él una vez más.  Quería insistir y precisar bien el asunto de nuestros horarios.  Mientras hablaba oí un ruido que provenía de la cocina. 

-           Se cayó … -  comenzó a decir Elisa, con una manopla puesta, titubeando, con esa mano extendida. -  Quería ayudar, pero …

Todo el contenido de la fuente estaba sobre el suelo.   Por el rabillo del ojo me vi reflejada en el cristal oscuro de la ventana.  Algún efecto óptico hacía que me viera en éste borrosa pero gigante.  Mi mano se levantó con fuerza, luego, como llevada por un impulso tremendo, fue descargada sobre ella.  Elisa, por su estatura, no se reflejaba en el cristal.  Oí el sonido de su cuerpo cayendo.  Sentí calor e hinchazón en mi mano agresora.  Quedó sobre los tallarines y la salsa de tomate.  Su uniforme azul se ensució de aquel líquido rojo espeso.        

No dije nada y ella tampoco.  Se levantó.  Corrió hacia su dormitorio.  Restos de tallarines y salsa de tomate fueron alineándose como la huella de Hanzel y Grettel.  Dio un portazo.

Me senté en la cocina.  Comí unas galletas.  No tenía fuerzas para limpiar.  Quizás dejara todo así hasta el día siguiente.  En ese caso tendría que limpiar antes de ir a trabajar.  Luego me dirigí a mi dormitorio. 

Abrí la puerta del placar  maquinalmente.  Comencé a hablar.  Dije todo lo que había hecho mi mano.  Juré que no iba a volver a suceder.  Pero cuando lo hice, cuando juré, me di cuenta que ya había jurado antes y que no había cumplido. 

Entonces miré con detalle entre los sacos.  Las piernas de Clara no estaban.  Sigilosa, por miedo a que ella estuviera agazapada  y dispuesta a agredirme, me acerqué.  Ella no estaba allí.  Abrí la puerta del lado de los estantes.  Tampoco la vi.  En ese momento oí la voz de mi hija. 

Me paré en el hall de distribución.  Vi la luz encendida por debajo de la puerta.  Me acerqué, puse la oreja contra la madera.  Oí el chirriar de su placar abriéndose.  Entre sollozos, Elisa comenzó el relato de los hechos. 

Entré sin anunciarme.  Mi hija estaba sentada en la cama.  Su rostro y su cabello cubiertos de ese líquido rojo espeso.  El placar tenía entreabierta una de sus puertas.  Dentro estaban sus sacos y sus pantalones y una pollera que usa para los cumpleaños de sus compañeras de colegio.  Como todos son muy cortos, pude ver claramente la parte inferior del placar.  Allí estaba Clara.  Tenía el rostro hundido entra sus manos.  Estaba hecha un ovillo sobre unos viejos championes.  Se hamacaba a un lado y otro.  Temblaba.  Se oía el golpeteo rítmico de su maxilar. 


Comprendí que me había abandonado.    


Consuelo y yo

Mi mejor amiga tiene una casa con jardín.  Un gran jardín con dos perros labradores.
Mis padres siempre dicen que si  tuviéramos un perrito no tendríamos tiempo de cuidarlo, que no tendría dónde estar porque en casa sólo hay un pequeño patio de baldosa con un parrillero donde papá hace sus asados.  Aunque ahora que lo pienso bien, ya no hace más.   El padre de mi amiga hace unos asados enormes  y ella aprovecha para acariciar a sus perros.  Creo que exagera un poco cuando yo estoy, quiere darme envidia. 
Hace un año, mis padres me regalaron  un pececito.  Le puse el nombre de Consuelo.
Da vueltas por su pecera entre unas plantas de plástico que parecen verdaderas.   Tiene unos caracoles que le traje de Cabo Polonio.   Así que supongo que Consuelo se siente muy a gusto en su pequeño mar.  A veces hasta le hablo.

El lunes al mediodía le di un poco más de su ración diaria.  Cuando volví del colegio él estaba muy campante dentro de su pequeño estanque, más feliz que nunca entre sus plantas de plástico.
El martes seguía igual, por lo que dupliqué la ración.  Demoré un poco más en volver a casa porque los martes voy a deportes hasta la siete de la tarde.  Cuando llegué tenía un hambre voraz.  Me tomé dos vasos de cocoa.   Y cuando iba por el segundo pan con dulce de leche, recordé a Consuelo y lo que había intentado hacer con él.  Tuve naúseas.  Me armé de valor.  Fui al dormitorio.  Allí estaba, haciendo sus gracias en el agua, casi parecía que me saludaba.
El miércoles dejé caer la mitad del frasco en la pecera.  Cuando volví del colegio lo noté demasiado  quieto en el fondo.  Antes de acostarme a dormir vi que un hilo blanco se desprendía de su culito.  El hacía unos movimientos muy fuertes, para desembarazarse  del largo hilito.  Tardó unos segundos hasta que lo consiguió.  Después volvió a nadar con tanto entusiasmo como siempre.
El jueves tiré todo lo que quedaba en el frasco, fui a buscar uno sin abrir que volcaría al agua en su totalidad, pero no había.  Bajé las escaleras llorando, le dije a mámá:

-          ¡ Mami, mami, te olvidaste de comprar más comida para Consuelo, apenas pude darle!
-           ¿Ya se terminó!? No te preocupes, hoy compro más sin falta cuando pase por la tienda de mascotas, mientras estés en el colegio, no te preocupes, ¿algo llegaste a darle?
-           No, no pude darle nada
-           Yo me ocupo, yo le doy de tarde. –.
-   Cuando fue a buscarme al colegio me dijo que mientras yo estaba en la clase, ella había ido a un acuario y había comprado un frasquito nuevo.  Y que además se había ocupado de darle su ración diaria.

Me demoré tomando la leche para aumentar la expectativa.   Cuando fui a mi dormitorio, allí estaba.  Rojo, con su cola moviéndose a un lado y otro, y sus aletas casi transparentes.  Pensé que si había resistido tanto, quizás era una señal de Dios, aunque yo no creía en Dios.  De todas formas era un mensaje que me indicaba que Consuelo merecía seguir viviendo, que realmente tenía que estar sobre la tierra, quiero decir, dentro del agua, por un tiempo más.    Por primera vez tuve deseos de acariciarlo.  “Después de todo, es mi mascota”, me dije así que puse el dedo dentro del agua. 
El me rozó.  Su cola me hizo cosquillas en la yema. 
Moví el dedo para acorralarlo contra el plástico de la pecera.  Pero se me escapó.  Lo intenté nuevamente.  Volvió a escaparse.

Recordé el pequeño colador que usábamos mamá y yo para atraparlo cuando queríamos limpiar la pecera y dejarlo bien seguro.    Así que colé a Consuelo. 
Lo alejé del agua, unos milímetros por encima de la superficie.  Se sacudió mucho.  Tuve que tapar el colador con mi mano.  Me hizo más cosquillas.  Por unos segundos se quedó quieto.  Sólo sus branquias se abrían y cerraban hasta que quedaron inmóviles.
Mamá andaba por el corredor ordenando cosas, guardando la ropa recién lavada.  Recuerdo que me dijo algo, algo relacionado con que me quitara el uniforme, supongo, porque  eso es lo que me dice siempre a esa hora, después de tomar la leche, cuando ya se hizo de noche.
Odio el mes de junio, las clases ya empezaron y falta mucho para que terminen.  Las maestras, que habían sido buenas los primeros días, ya muestran sus peores caras, y resta demasiado tiempo por soportar sus manías e injusticias.
Me alegré de que Consuelo hubiese tenido una vida de pez, y no una de ser humano.  Aunque sé que es una tontería pensar así por todo eso de la consciencia. 
Lo dejé caer de nuevo en el agua.  Quedó flotando en la superficie. 
Esta vez oí a mamá decir muy claramente -   Cambiáte sacáte el unfirome y guardálo, dale ponéte algo de entre casa que después terminás el año con el uniforme todo sucio.
///Me desparramé en la cama.  Lloré.  Las lágrimas y los mocos me mojaron la cara. 
Ella acudió a mí rápidamente, asustada, abrazándome.

-           ¡Consuelo está muerto! – dije.
-           
-          Ahora estoy tendida en la cama.  Lloro un rato más.
      Tal es mi tristeza, que finalmente mamá se anima a decir:
-          No te preocupes, vamos a comprar otra mascota,
 Me silencio por unos segundos, aún tendida en la cama.  Sigo haciéndome oscuridad  con mis manos sobre mi  cara.   Espero el final de su frase.
-          …  una que viva más tiempo, un perrito quizás.
Destapo mi cara.  La miro a los ojos y le sonrío.  Le digo que gracias.  Y que la quiero mucho.  La abrazo. 
Ella me limpia la cara y vuelve a rodearme con su calor y su olor.
Cuando el abrazo termina, va a buscar el colador.  Mientras lo busca  me dice que debemos  sacar el cuerpo de Consuelo de la pecera.  Me pregunta que si quiero despedirme de él de algún modo en especial.  
Mientras ella revuelve en el armario, su cabeza dentro, sólo su cadera y sus piernas fuera, yo veo el colador sobre mi mesita de los deberes, donde yo misma acabo de dejarlo.  Le digo:
-           Aquí está –
-          Debería estar en su lugar.   ¡Cuántas veces tengo que decirte que cada cosa debe estar en su lugar!, de lo contrario, cuando vamos a buscarlas, no las encontramos.   ¿Qué hacía el colador arriba de tu mesa de deberes? – insiste extrañada.
Como mis ojos se llenan de lágrimas otra vez, vuelve a abrazarme y ya no habla más de las cosas que deben estar en su lugar. 

El volante

Estoy cautiva en mi propia casa.  Mercedes 1424, esquina Ejido.  Apartamento 501.
Éste  es uno de cientos de llamados y quizás el último de ellos.   Digo el último, no porque tenga esperanzas de ser asistida, si no por todo lo contrario, porque estoy debilitada.
Los días han ido pasando en el almanaque.  El primero escribí un anuncio escueto en el que pedía simplemente que vinieran a rescatarme.  Lo encabecé con la inscripción SOS.  Luego, como cada día, lo lancé por la ventana, con la esperanza de ser salvada.  Pero el rescate no llegó.  Repetí esta operación cada vez que tuve la chance. 
A medida que el tiempo iba transcurriendo, iba comprendiendo que el mensaje no era leído.  Curiosamente, comencé a encontrar placer en escribirlo.  A medida que perdía su valor comunicacional, entonces se hacía más placentero y necesario detenerme en los detalles, en la elaboración de la historia que me ha llevado a esta situación.   Finalmente, éste ya no es un mensaje, si no un paño de lágrimas. 
Todas las noches, bajaba a tirar la basura en el contenedor que está frente a mi edificio.  Un  día me di cuenta que, en el momento en que introducía la bolsa, alguien se acomodaba en el interior del hediondo recipiente para esquivar el golpe.  Me sentía vagamente perturbada por la situación y no me atrevía a mirar.  Cada día echaba pequeñas ojeadas.  Hasta que logré formarme una imagen del ser que allí se cobijaba.
Era un niño
Una de las noches en que estaba ya levantando la tapa del contenedor y a punto de introducir la bolsa, un vecino se acercó a conversarme.  Era una cuestión que tenía relación con unos papelitos que daban vueltas por el aire, unos volantes a los que nadie prestaba atención.  “¿Usted los ha visto?”, me preguntó.  A lo que respondí que no, que jamás salía.  Y era muy cierto.  Ahora más que nunca. 
Entonces introduje la bolsa.  En pocos segundos miré por el rabillo del ojo.  Me dio nostalgia.  El niño no estaba allí.
Volví  velozmente, pues había cometido una imprudencia.  No me había cerciorado de cerrar bien.  Mi antiguo edificio tiene una puerta de hierro y vidrio, muy pesada.  Un mecanismo la  vuelve al lugar, haciendo rotar sus bisagras.  Pero dicho mecanismo suele fallar, muchas veces, en el último tramo.  Es decir que la puerta queda arrimada, pero no cerrada.  Así la encontré cuando hube vuelto velozmente sobre mis pasos. 
Cuando llegué a mi departamento la puerta estaba entreabierta.  Yo nunca la dejaba de esa forma.  Lo juzgué otra distracción.
Todo estaba en su sitio.  Traspasé el umbral.  Pasé cerrojo.  Fui al baño.
Ya sentada en el inodoro, través de la puerta de vidrio esmerilado, pude ver la sombra del pequeño acercarse.  Se había colado. Bruscamente, puso su rostro contra el vidrio.  Luego levantó su mano rosando el metal y el vidrio.  Me mostró las llaves.
Demás está decir que intenté convencerlo de que me las devolviera.  Jamás lo conseguí. 
Es muy pequeño, apenas sé dónde está.  Eso lo hace más fuerte.  Si no le cocino, me golpea.  No me deja salir de aquí.  Ha cortado todas mis formas de comunicación con el exterior.
Sólo me deja tirar papelitos.  Pero cada vez que lo hago veo que, por el aire de Montevideo vuelan millones de mensajes.  Y nadie los lee. 

Al parecer, hay personas cautivas por toda la ciudad.  Se han apoderado de muchos departamentos.  Ahora ellos duermen en nuestras camas.  


Entre las mantas

Me despierto con el cuarto aún a oscuras.   A pesar de que él ya se fue, no levanto las persianas, primero voy al baño.  Doy unos rodeos.  Es que tengo una mala espina.  No sé exactamente qué es.   Todas las mañanas, lo primero que hago es tender mi cama de matrimonio.  Pero hoy me baño para demorar enfrentarme con la idea.   Bajo la lluvia, logro comprender que es allí donde está el asunto, en la cama.  Ordeno los cuartos de mis hijos.  Sigo demorando un poco. 
Miro por el rabillo del ojo.  Hay alguien en la cama.  Imagino que es mi esposo, que decidió no ir a trabajar.  Sin embargo, recuerdo que el despertador sonó, él se vistió en la penumbra, oí el sonido del auto saliendo, además es muy aplicado para faltar. 
Voy a la cocina.  Me preparo unas tostadas.  Un café con leche.  Mermelada y queso magro.  Intento pensar en otra cosa.  Evidentemente, quedaron las almohadas dispuestas de forma  tal, que da la impresión de que hubiera alguien durmiendo allí.  Quedaron alineadas en el medio de la cama, un poco de costado.  Seguramente son dos almohadas, la que usa él para apoyar la cabeza, la más dura, de Polyfom, quedó de costado.  Por debajo de ésta, formando un  ángulo casi recto, la otra más blanda.  De forma tal que semejan el cuerpo de alguien durmiendo de costado. 
Se me termina el desayuno.  Debo ir a trabajar.  Para eso, no tengo más remedio que pasar por el dormitorio, pues mi lugar de trabajo está separado de la cama en la que duermo con mi marido, por una mampara de madera.  
Con la fuerza de un golpe, viene a mi mente la idea de que hoy es el último día.     Descubro que no es necesario hacer la cama.  Si no todo lo contrario, debo deshacerla.  Cada uno consiguió un departamento.  Se lo dijimos a los niños.  Ya está todo dispuesto.  Tengo que hacer las valijas.  Asumo que, ya que ese recuerdo ha llegado, estoy bien despierta, y cuando vuelva a enfrentarme a la cama no veré a nadie allí.
Pero me equivoco.  Me paro en el umbral.  Me atrevo a dar vuelta a los pies de la cama e ir hacia la ventana.  Subir la persiana.  Ahora veo con claridad.  De no ser por las mantas, que tapan hasta la cabeza, puedo decir a ciencia cierta que es una mujer.
Me pregunto cómo llegó hasta allí.  Me recuerda a esas mujeres estatuas que actúan en las plazas.  Logra estar muy quieta. 
Caigo en la cuenta de que no escucho respiración alguna.  Sea quien sea la mujer que yace entre mis mantas, en el medio de mi cama, no respira. 
Me tranquilizo, eso confirma que son las almohadas.  Decido ir al baño a lavarme la cara.  Orino.  Me lavo las manos.  Me peino.  Me ato el pelo.  Me acerco bien al espejo  hasta acomodar el último mechón. 
En el ángulo inferior derecho del cristal, veo las cuatro almohadas.  Están apiladas sobre el sillón del hall. 
Sigo mirando por el espejo.  Fuera de foco está mi propia imagen.  Bien enfocadas, están las cuatro almohadas sobre el sillón.  Me doy vuelta para verlas sin la mediación del espejo.  Allí están. 
Ahora ya sé que las almohadas no están en la cama, sin embargo, vuelvo a ver a la mujer  Apelo a mi sistema lógico.  Luego de una serie de elucubraciones, llego a la conclusión de que las mantas han quedado un poco enrolladas, en algunas partes, produciendo el efecto óptico de una persona durmiendo debajo de éstas.  El hecho de no sentir una respiración confirma mi hipótesis. 
¿Y si hoy, por ser la última vez, dejo la cama como está?  Pero no, por esa misma razón, por ser la última, debo arreglarla.  Tengo que sacar las sábanas y ponerlas a lavar.  Tengo que hacer que mi esposo se  lleve una frazada y yo la otra.  ¿Y la colcha, quién se la llevará?  Decido dejársela a él.  Hemos jugado   el juego de ser muy corteses y civilizados en estos últimos días.  Hemos tomado una decisión.  Sólo hay que llevarla a cabo.
Camino hacia el lugar.  Aún no la desarmo.  Decido vichar, como hago cuando uno de mis hijos está durmiendo y yo levanto las mantas sólo por el placer de contemplarlos.  Pero mis hijos están en el colegio y yo no siento ningún placer. 
Destapo los pies.  Los veo alineados, de esa forma en que quedan los pies de una mujer cuando duerme de costado.  Sostengo la manta y sigo mirando aquellos pies quietos.  Están muy amarillos.
Levanto un poco más las sábanas.  Tiene piernas flacas y algo musculadas.  Las piernas de una mujer de cuarenta que se ha movido bastante.
Sea quien sea, me entristece mucho.  Después de todo, es una mujer muerta.  ¿Cómo ha llegado hasta mi cama?
Tomo la tijera que está sobre la mesa de luz.  Vuelvo hacia los pies, aún no me atrevo a levantar del todo las mantas.  Decido pinchar las plantas con la tijera.  No hay reacción.  Finalmente me atrevo a tocarla con mis manos.  Está fría.
Aquellos pies tienen el dedo pulgar más corto que el mayor, como los míos. 
Quiero saber quién es, pero por sobre todas las cosas, quiero saber qué está ocurriendo, cómo ha llegado hasta allí.  Cuando levante las mantas, no voy a poder preguntárselo a ella.  No voy a poder ponerle la tijera en la garganta para que me cuente toda la verdad, pues ella está muy  muerta.  Así que no creo que adelante mucho viéndole el rostro.  Sin embargo, decido destaparlo. 
Me fijo bien en no desperdiciar movimientos.  Observo cómo  está dispuesto el cuerpo para asegurarme de destapar la parte del rostro.  Lo consigo.  Pero aún no estoy muy segura quién es.  Tiene el pelo oscuro, mucho pelo, tanto que le tapa los ojos y las mejillas y la boca.  Apenas veo su nariz sobresaliendo.
Como a una hija, le abro la trama del cabello para verle el rostro.  Y cuando lo hago, veo mi propio rostro.  Levanto todas las mantas.  Las hecho a un lado para contemplar el cuerpo.  Veo que soy yo. 
Me acuesto toda sobre mi propio cuerpo muerto.  Presiono lo suficiente para abrazar sin lastimar.  Beso el rostro frío.  Lloro sobre mi propio cuerpo.  Luego de unos segundos me calmo sin esfuerzo.  Le doy el  último beso a ese rostro mío.  Me despido para siempre. 

 La marea


¿Te acordás?  Caminamos por el sendero a la playa, besándonos.  Recuerdo que pasó un camión.  Estaba lleno de obreros que venían de una construcción.  Nos dijeron cosas, querían vernos. 
Cuando vos y yo estamos juntas, cuando vamos a lugares nos besamos. Si vamos a una tienda a comprar ropa, llegamos y nos besamos, y luego empezamos a buscar ropa.  Si vamos a un supermercado, nos besamos al llegar y luego buscamos los artículos que queremos.  Nos besamos mientras buscamos.  Nos besamos con cada despedida, pero también con cada llegada.  Nos besamos si cambiamos de cuarto dentro de nuestra casa.  Si yo me voy al estar te beso en la cama y te digo que me voy al estar. Nos besamos si terminamos de desayunar y una de nosotras va al baño y nos besamos cuando volvemos del baño.   Así que cuando llegamos a la playa nos besamos. 
Nos besamos un rato paradas con la brisa sacudiéndonos el pelo.  Me gusta entreabrir los ojos.  Miro tus ojos verdes y veo lo que está alrededor, luego vuelvo a cerrarlos.  Miré tus ojos verdes y vi las rocas, la arena, los médanos, las casas y los autos lejanos, una mujer paseando un perro.  Nos dejamos caer en la arena.  Nos besamos acostadas, una al lado de la otra.  Me gusta poner mi lengua dentro de tu boca.  El gusto de tu boca, el olor de tu cuello y tu pelo.  El olor de tu ropa y tu cuerpo.  Acostada así, tu escote se abrió un poco.  Ya sabés que me gustan las pecas de tu escote.  Pero más me gusta cuando éste se abre y veo el tramo de piel blanca, ya sin pecas, donde empiezan tus senos blancos y tus pezones firmes.  Los miré por el rabillo del ojo mientras te besaba.  Mientras te besaba más y más se insinuaba ya la caricia en tus senos.  Miré a un lado, miré el paisaje, seria.  Vos te reíste de mi juego excitante.  Demoré un poco haciendo de cuentas que estaba tranquila, que mi corazón no latía.  Luego volví la mirada a tus ojos de colores te miré profundo y volví a besarte, ahora con más ímpetu, más adentro, segura de mí y de tu placer.  Pasé mi mano por tu cintura de ninfa recostada.  Froté esa zona mientras te besaba.  Tallé tu cintura.  Empecé a levantarte la ropa.  Por fin, mi mano tocó la piel de tu cintura blanca.  Besándonos, besándonos.  Me gusta besarte sin parar e ir sumando caricias.  Nuestros besos empezaron a cargarse del vapor de nuestros gemidos, cada vez más rítmicos, desatados.
Otra vez el juego de detener el corazón.  Me pongo de pie y miro el paisaje.  La sombra de unas gaviotas nos recorre, su dibujo se desliza por la arena y por tu cuerpo.   Te extiendo la mano.  Sonreís.  Me das la mano.  Te ayudo a pararte.  Cuando estás frente a mí me pedís más besos.  Te los doy.  Te aprieto la cintura con tu ropa fuera del jean.  Con ese lugar para meter mi mano.  Froto ese lugar otra vez mientras te beso.
Vamos a las rocas.  Nos subimos a una muy alta, ésta nos permite un campo visual más amplio.  El faro, las rocas, las casas lejanas, los cerros sobre el mar.  Me duele la roca en la cola y en el cuerpo pero no me importa.  Otra vez los besos.  Nosotras dos arriba de la roca transformadas en un beso.  No sé quién empezó.  Creo que primero vos me sacaste la remera.  Yo, te saqué la tuya.  Te besé.  Me besaste.  Me sacaste el soutien.  Yo te saqué el tuyo.  Nos miramos.  Vi tus ojos reflejando colores.  Tus pupilas agudas.  Te saqué el jean, vos me sacaste el jean a mí.  Nos desnudamos.  Sentimos la brisa de mar húmeda y salada en nuestros cuerpos.  Desnudas sobre las rocas, ¿te acordás?  ¡Qué tarde!
Empecé a besarte los senos.  Lamerte los pezones.  Sostener firmemente tus senos con mis manos envolventes.  Me apretabas contra vos, temblabas.  Yo también temblaba.
Una ola se llevó nuestra ropa.  Desnudas para siempre, haciendo el amor.
No sé cómo conseguías estar así sobre la roca, yo estaba encima de tu cuerpo blando.  Toda extendida sobre vos, abrazándote, besándonos mutuamente, acariciando nuestros cuellos, hablándonos al oído, temblando.  Llegaron las primeras contracciones.  Las gemimos, las gritamos en la roca y nuestra voz fue alejándose con la brisa, perdiéndose entre las gaviotas, alegrando a los peces.  Bajé hasta tu pubis.  Se me abrió.  Tus piernas a un lado y otro y tu vulva abierta.  Hice mi juego de mirar a un lado.  Inclinada sobre tu vulva, a punto de tocarla con mi lengua, miré a un lado.  El sol descendía detrás de las rocas.  La luna se dibujaba, albina, alta, presente.  Me di cuenta que había subido la marea.  Estábamos rodeadas de bruma.  Algunas gaviotas caían en picada cada vez más cerca de nosotras, ya sin miedo, en busca de sus presas.  No dije nada y vos tampoco.  Empecé a lamerte la ingle, demorando la llegada al centro.  Te lamí los labios lampiños, a un lado y otro.  Te lamí por encima de los pelos, demorando el centro, demorándolo.  Esperé tus gemidos.  Una ola nos mojó, y luego otra y otra.  Pero aún no habíamos acabado.  Quería oír tus gemidos.  Esa forma como van ascendiendo.  Haciéndose cada vez más rítmicos, más abundantes en la absorción y exhalación de aire.  Sos poderosa en esos momentos en que te llevás todo el aire que nos rodea y yo me llevo el resto del aire.  Al fin llegó nuestro orgasmo.    Juntas, tus piernas abiertas, mi boca en tu vulva mojada y caliente, nuestros cuerpos mojados por el océano pero calientes, en pleno hervor.  Todas esas contracciones.  Mientras nos recorren, nos gusta desarmar la posición y abrazarnos, nos calmamos una a la otra, nos despertamos del sueño.  Porque llega un momento en que hay que despertar, al menos para que el océano no nos trague.
¿Dónde estaban nuestras ropas?  ¿En qué playa encallaría tu remera, tu pantalón, tus medias, tus zapatillas, tu soutien, tu bombacha?  ¿Y a nosotras?  ¿A qué playa nos llevaría la marea?  ¿Qué niña agachada frente a un molde de un caracol amarillo nos encontraría perpleja mientras su madre le gritara que era hora de irse, que había que tomar la leche?
No nos asustamos.  No es fácil despertarse de un sueño.  A veces una no quiere despertarse.  Nos abrazamos desnudas, paradas en la roca.  Evaluamos la posibilidad de nadar hacia la orilla. Pero ésta se había corrido demasiados metros hacia la arena.  Ya era noche cerrada.  Las olas querían hacernos caer.  Nos empujaban cada vez con más fuerza.
A lo lejos vimos la luz de una embarcación.
Gritamos, llamamos con nuestros gritos agudos que parecían perderse.
Pero el viento estaba a nuestro favor.
Vimos aquella lucecita acercarse.
La silueta de una pequeña embarcación.  El motor de una antigua lancha de pesca.
Un grupo de pescadores nos ayudó a descender de la roca.  Uno se ocupó de sostener la embarcación para que pudiéramos saltar hacia ella.  Me dejaste saltar primero.  Me costó la breve separación.  Luego saltaste vos.  Los pescadores nos extendieron una frazada.  Nos acostamos en el arqueado suelo de madera húmeda.  Ellos nos rodearon para contenernos la brisa.  Con sus pechos y sus piernas peludas.  Nos abrazamos dentro de la frazada.  La pequeña embarcación viró hacia la orilla.  Lentamente, esquivando las olas.  Y vos y yo nos besamos.  Empezamos nuestros besos llenos de aromas.  Noche, iodo, sal, mar, pescado fresco, olor de barba, transpiración, trabajo, madera húmeda, hombres. 

Niebla

Aquel verano el tiempo no nos acompañó.
El día de nuestra llegada, que fue el mismo día de la llegada de todos los veraneantes que habían elegido la primera quincena de enero para su descanso, había una intensa niebla.  La visibilidad en la carretera era muy escasa.  
Habíamos reservado una pequeña casa a cuatro cuadras de la playa.  Como a las tres de la tarde conseguimos acabar los trámites con la inmobiliaria.  Un hombre nos abrió las puertas y cuando parecía que todo estaba bien se dispuso a hacer el inventario.  Yo le pregunté que si era muy necesario hacerlo, que nosotros no teníamos interés.   Fui interrumpida por mi esposo que me hizo un gesto indicándome que la forma correcta de alquilar una casa en verano es tolerar un detallado inventario.
Abrimos placares.  Constatamos estado de electrodomésticos.  Había mucho olor a gas en la cocina.  Vi que una de las hornallas no estaba bien ajustada, la cerré haciéndola girar hasta que el puntito negro quedó hacia arriba, como las otras tres. 
Abrimos y cerramos cajones, contamos cubiertos, copas, vasos.  Miramos cortinas y frazadas y almohadones y acolchados. 
Hasta se hizo referencia al estado del tejado.  Era necesaria una escalera para verificar el asunto.  Como no había ninguna disponible, cedimos.  Temerosos, aún, de que todo lo que se alistaba allí faltara a la realidad, agotados, firmamos  el documento.

Mis hijos correteaban por el lugar,  felices de que,  aunque húmedos, el césped las hamacas y el tobogán, por primera vez en sus vidas,  estaban a su entera disposición.  No era cuestión de soportar los empujones de otros niños.
Abonamos una suma que excedía nuestras posibilidades.  Sin embargo, aquel verano era necesario pasarla bien.  Sentíamos que si escatimábamos en gastos algo malo podía ocurrirnos.  Se trataba, simplemente, de olvidarnos por un tiempo de todos los terribles asuntos de los que habíamos tenido que ocuparnos el año anterior.  Aquellas eran las vacacione más necesarias de nuestras vidas.  Teníamos que descansar. 
Entonces el hombre de la inmobiliaria se fue.  Nosotros nos quedamos allí como si estuviésemos a punto de comenzar una vida nueva.
Mi esposo dijo:   -  Quién quiere ir a la playa – en un tono que era más una exclamación que una pregunta
A lo que mis hijos respondieron – ¡Yo! – como si entonaran una canción. 
Yo dije que era necesario pasar primero por el supermercado.
Él dijo que era mejor descansar un poco yendo a la playa. 
Yo dije que había niebla.
El dijo que eso no tenía importancia.
Yo que cuanto más tarde fuéramos al supermercado más gente habría dentro de éste y más engorroso sería hacer la compra del mes.
Él propuso que podía ir yo sola al supermercado con el auto y él con los chiquilines a la playa.
Yo respondí que fuéramos todos juntos a la playa.  Cualquier separación, por minúscula que fuera, me atemorizaba.  Queríamos aparentar que todo estaba bien.   Ambos, en nuestro fuero íntimo, sentíamos que si aparentábamos que las cosas marchaban maravillosamente, contribuiríamos, de alguna manera a que realmente comenzaran a acomodarse.

Nuestros hijos tenían por ese entonces seis y tres años.
La visibilidad en la playa era menor aún que en la carretera.  Si uno de los niños se alejaba unos metros de nosotros, pues lo perdíamos de vista. 
Mi esposo los entusiasmaba correteando por la orilla.  Cuando la ola venía los asustaba y corría para no mojarse los pies.  Todos estábamos descalzaos.  Sin embargo, la temperatura no nos había permitido quitarnos las camperas y los pantalones. 
Dejé que él hiciera la tarea de entretenerlos en esas circunstancias.  Me senté en la arena.  Los perdí de vista.
Las olas, espumosas, se confundían con el blanco de la niebla.  La humedad y el viento me golpeaban en el rostro.  Unas gaviotas miraban en lontananza.  Sus compañeras sobrevolaban las olas y caían en picada en busca de presas. 
Yo, sentada allí, sentía frío, oía las risas de mi familia, lejanas.   Estaba rodeada de una blancura gélida, agrisada.
Batallaba para pensar cosas que me trajeran a una especie de realidad práctica, ineludible.  Quería  concentrarme en cosas que debía hacer.  Debía comprar agua mineral, pues en el balneario el agua del grifo no era potable.  ¿Cómo cuantos litros tomaríamos por día?  La leche la compraría de larga duración, para no tener que acudir al almacén a diario.  Estaba perdida en estas cavilaciones cuando una ráfaga de viento me sacudió el rostro y la misma ráfaga empujó la niebla a un lado, despejando mi campo visual, a través de un espacio tubular que sólo me permitió ver a mi hijo menor.
Estaba en la orilla.
A juzgar por sus voces, mi esposo y mi hija estaban lejos de él. 
En ese momento, una ola de inesperado volumen y fuerza lo desestabilizó, lo tiró de bruces en la arena, y lo arrastró hacia dentro.

A la vez que le grité a mi esposo me dispuse yo aunque estaba varios metros más lejos del niño a correr hacia él para rescatarlo.
El padre llegó antes, muy a tiempo.  Lo rescató de un revolcón de agua, arena, espuma y sal.
Todos nos reímos.  Nos carcajeamos de nuestro propio susto.
-           ¡Sos un campeón! – le dijo el padre al hijo. 
Los niños siguieron jugando.  Aquel verano ellos también hicieron su  esfuerzo por aparentar que todo estaba bien.  Ponían sus manos para recibir el agua de la ola al ras de la arena.  Entonces las levantaban hacia arriba, como un trofeo hecho de espuma.   El viento empujaba la espuma y ésta se les escapaba como un ave furtiva.  La seguían por la arena, saltaban por ella.
Mi esposo vino a mi lado.  Parecía que con ese gesto estaba indicándome su disposición a hablar del asunto.  De la caída de nuestro hijo.  De lo que pudo haber pasado.  Pero yo no dije nada y nos quedamos en silencio.
Entonces, de entre la niebla y la solead, surgió una pareja de enamorados.  De no ser porque venían de la mano se parecían mucho a nosotros.  Disfrutaban del paisaje.  Se besaban. 
 Cuando vieron a nuestros hijos se detuvieron.  Se quedaron allí observando sus juegos.  Viendo cómo la blanca espuma se les quedaba unos segundos en las pequeñas manos.  Luego volaba.
Ella comenzó a llorar.  Oí sus sollozos.  El también estaba triste.  Resistía.  Le hacía de apoyo.  La acariciaba.  Ella se recostó mucho contra él.  Miraban a mis hijos con mucha ternura y tristeza.  Como ella casi desfallece, él la sostuvo.  La empujó con seguridad y cariño, la incitó a  apartarse de la vista de mis hijos,  pues su tristeza iba en aumento a medida que la alegría de ellos florecía y crecía a la orilla del mar. 
Se alejaron.  Ayudándose el uno al otro a caminar.  Sollozando. 

Volvimos a casa apurados, pues había comenzado a llover.  Nos cambiamos la ropa mojada por la seca.  Nos quedamos observando por la ventana la lluvia caer.   Los días pasaron lentos dentro de aquella casa, donde todo olía extraño.  A través de la ventana, vimos cómo las verdes coronas de los árboles comenzaron a ceder al peso de tanta agua.  Sus ramas cayeron como la piel de un anciano. 
Una muy grande y pesada cayó sobre el tejado una noche.  Produjo algún daño.  Así que llamamos al hombre de la inmobiliaria para hacer notar que el daño no era responsabilidad nuestra.   Era cosa de la naturaleza.
Preguntó que cómo estábamos pasando.
Dijimos que muy bien.
Había traído una escalera.  La puso contra el tejado.  Subió a observar.  Luego bajó lentamente, respirando con dificultad.  Una vez que estuvo frente a nosotros dijo:

-   Hay varias tejas rotas.  Parte de la planchada ha quedado en muy mal estado.  La reparación puede estar en el entorno de los $10.000.
Le preguntamos que para que nos daba esa información que nada tenía que ver con nosotros. 
A lo que el hombre respondió que sí tenía mucho que ver con nosotros.  Y mientras decía esto esgrimió el inventario. 
Como no queríamos volver a verlo le extendimos un cheque.
Se alejó bajo la lluvia en una camioneta Peugeot 205 del 98. 

Santiago y Miguel


Mis hijos son  dos.  Mellizos. 
Hace unos días los llevé al circo.  Todavía me acuerdo de la risa de los payasos, malditos.  Uno de ellos se asustó mucho, no sé si Santiago o Miguel.
La verdad, no los reconozco.  No recuerdo cuál, tiene un lunar en su párpado inferior.  Eso podría servirme para reconocerlo bien.  Si no fuera porque su hermano también lo tiene.  Igualito.  En el mismo lugar. 
Se asustó por la risa de los payasos.  Lloró mucho.  Le pregunté qué le pasaba.  Dijo que el payaso era un impostor.  Que en realidad no estaba sonriendo. 
Le da mucho miedo ese tipo de cosas.  Esas risas fingidas.  Lo que hay en verdad detrás de las personas. 
Pero eso no me sirve para reconocerlos, porque a su hermano le ocurre lo mismo. 
Cuando uno de ellos se acerca y me dice que está asustado y se aprieta contra mí, yo lo conforto  ¿Qué podría hacer- ¿Preguntarle vos cuál sos Miguel o Santiago?”
¿No le causaría eso, un terror mucho mayor?
Un día encontré una solución  a este problema.  Una solución bastante práctica.  Me di cuenta que si me dirigía a uno de ellos.  Si sólo a uno de ellos le decía por ejemplo:

“No te pongas triste, papá volverá en unos días” el otro también se consolaba.  Por lo cual, a fin de cuentas, era lo mismo.  ¿Qué importaba, en esas circunstancias, cuál era cuál?
Las demás mujeres me sonríen complacientes.  Me dicen:
“¿Cómo hacés para reconocerlos?”
Yo sonrío y bajo la mirada.  Ellos se asustan de mi sonrisa.  Mantengo el secreto.
La otra vez su maestra me contó algo que había ocurrido en clase.  Uno de ellos levantó la mano para responder.  El otro también.  Ella atinó a mirar a uno.  Lo señaló, le dio la palabra:
“A ver …”
El niño no la ayudó a recordar su propio nombre.
No tuvo más remedio que preguntar:   “¿vos cuál sos Miguel o Santiago?”
A lo que respondió:
.  Creo que soy Santiago.
Entonces, para obtener mayor certeza le interrogó al otro que aún estaba con la mano levantada:

-          ¿Vos cuál sos?
-          
-         Si él es Santiago, supongo que yo soy Miguel.
Los traje a un siquiatra infantil.  Me lo recomendó la maestra. 
Estoy sentada en la sala de espera.  Soy una buena madre.  Una puede causarles mucho daño a los hijos.  Hay que reaccionar a tiempo.  Por eso estoy aquí. 
El problema es que el tipo me va a decir que quiere atenderlos por separado.  Primero Santiago, después Miguel. 
Cuando yo vaya a buscar al que entre primero, no voy a saber cuál es cuál.  Ellos tampoco. 
Allá está saliendo del otro lado de la puerta.  Parece que es el doctor.  Tiene unos sesenta años.  Usa ropa algo informal.  Despide a un pequeño paciente, le sacude el remolino de la cabeza.  ¡Será posible! Tantos años de experiencia, tan recomendado y todavía no se dio cuenta que los niños odian que se les toque la cabeza de ese modo.  Más le vale no hacerlo con mis hijos.
Me presento.
Se presenta.
Charlamos un poco.  Intento explicarle que ellos tienen serios, y digo literalmente “serios”, problemas de identidad.
Me dice que es natural en los mellizos.
Le digo que, si él lo dice, así será.
Entonces me pide que pase uno de ellos, cualquiera, puede ser Santiago o Miguel.
Por lo que la situación no representa problemas.  Señalo a uno de ellos, sin nombrarlo.  -  Pasá vos primero -  digo.
Y él pasa.
El otro y yo nos quedamos en la sala de espera.  Hablamos de los deberes, las maestras, los horarios, los juegos. 
Sale el primero.  Le toca el turno al hermano.
El primero y yo nos quedamos charlando.  La secretaria nos mira.  Sonríe.
Sale el segundo.
El doctor me llama a mí.
Me dice que, efectivamente, uno tiende a llamarse por el otro y el otro por el uno, y que de hecho no parecen tener muy claro cuál es cuál. 
Entonces me dice que lo ayude yo a él.  No tengo la menor idea de cómo podría ayudarlo.
No me parece un buen comienzo.
Esperaba que él lograra develar esta incógnita. 
Estoy dispuesta a pagar por eso.
Por el bien de mis hijos, quienes quiera que sean. 


  



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