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Cuentos Inéditos







Con mis propias manos

No compro electrodomésticos.  Me encanta hacer las cosas con mis manos.  Creo que el mundo tiene que volver a la época en la que calentábamos las cosas en un horno de leña, batir a mano, lavar la ropa a mano.  Yo digo que, a mi juicio, hemos perdido una fuente de felicidad al perder la posibilidad de hacer las cosas con nuestras manos.  Trasladarse caminando, cosas como esa.  Ese tipo de actividades nos pone en contacto con un lado primitivo nuestro.   El esfuerzo físico, la higienización de nuestros espacios, la elaboración de nuestros alimentos, son cosas extremadamente gratificantes.  Es muy triste que los seres humanos hayamos perdido esa fuente de felicidad en el mundo actual.  La gente me admira por eso, me pregunta cómo lo logro.  Es ridículo trabajar para comprarse una lavarropas para tener más tiempo para ir a trabajar, no es mejor, acaso dedicar el tiempo a lavar la ropa?.  Es ridículo comprarse un auto para llegar a tiempo al trabajo.  Así que yo sólo uso luz y una computadora.  Soy muy austera.  
Hace unos días tenía que hacerle un postre a una amiga, porque era su cumpleaños.  Tenía que batir seis claras a nieve.  Empecé a hacerlo con mis manos y dos tenedores, como hacía mi abuela.  El músculo se me contrajo.  Solo porque me vino un calambre y mi amiga necesitaba el postre para su reunión de cumpleaños, solo por eso, fui a pedirle la batidora a la vecina.  Me la prestó gentilmente.  Hasta me hizo entrar a su casa.  Era un apartamento muy modesto, como el mío, que soy austera, estoy en contra del consumo.  Me dijo que se la devolviera cuando pudiera, que no había apuro.  Rápidamente logré que las claras quedaran a punto de nieve.  El postre quedó delicioso, fue un éxito en la reunión.  Todo el mundo me preguntaba cómo había batido las claras a mano.  Yo decía que así, como nuestras abuelas.  Y hacía el gesto. 
Como estaba apurada, había dejado todo sucio en la cocina.  A la vuelta lavé todo muy tarde en la noche.  Yo no uso agua caliente, porque no me gusta tener el calefón prendido, lo prendo solo para bañarme, la electricidad está cara y no es bueno abusar de nuestros recursos naturales.  Así que caliento agua en la cocina para lavar bien los platos y los útiles.  Lavé las xx de la batidora de mi vecina para dejársela prolija y le pasé el trapo a la máquina.  La puse sobre la mesada de mi cocina, para acordarme de devolvérsela por la mañana.  A la mañana, antes de desayunar, le golpeé la puerta.  No respondió.  Volví a mi apartamento.  Como tenía cosas que hacer en la mesada que es muy chica, yo vivo en un apartamento chico, no necesito más, soy muy austera, estoy en contra del consumo, como es muy chica mi mesada, guardé la batidora en un placar, a la vista para acordarme de devolvérsela.  A la hora de almorzar, tenía que sacar unas cosas, así que corrí la batidora hacia el fondo.  Cuando terminé de cocinar, no tuve ganas de re acomodar todo, de tal manera de que la batidora quedara a la vista, lo haría después.  Saqué a pasear a la perra.  Pasé por el departamento de mi amable vecina.  Me pareció que había luz y se oía la radio.  Como es vieja, usa una radio de las de antes y la escucha mientras cocina.  Pero no creo que estuviera ahí, supongo que había dejado la radio prendida para que los ladrones pensaran que había gente en la casa y no entraran a robarle sus electrodomésticos.

Cuando volví del parque la radio seguía prendida pero en otro programa, evidenciando que la mujer no estaba.  Pasaron unos días, y cada vez que cocinaba mis alimentos, que son de mi propia elaboración, los hago con mis propias manos, odio eso de comprar afuera comida congelada y llena de conservantes, la batidora no estaba a mi vista, así que fue quedando allí.  Me olvidé de devolvérsela a la vecina. 
Una tarde oí un sonido leve.  Mi perra ladró y fue hacia la puerta.  Le ordené que dejara de ladrar.  Oí un suave golpe en la madera.  La perra volvió a ladrar fuertemente.  Abrí la puerta.  Era la vecina.  Me dijo que si ya había usado la batidora, que por favor ella la necesitaba para hacer unos canelones de espinaca.  Le dije que yo ya se la había devuelto.  Qué raro que no lo recordara, le dije.    Se extrañó mucho.  Volvió sobre sus pasos disculpándose.  Dijo que la buscaría mejor en su casa. 
Esperé unos quince minutos.  Salí al corredor.  Le golpeé la puerta.  Me abrió muy sonriente.  Le pregunté que si había encontrado la batidora.  Para mí era importante ser atenta con ella, para que se diera cuenta que yo tenía buenas intenciones.  Me dijo que no la había encontrado.  Yo le dije que no se preocupara, que hacía unos días yo me había comprado una, porque estaba harta de andar molestando a los vecinos.  Así que fui a buscar la batidora.  La puse en una bolsita y se la entregué.  Le dije que podía usarla todo el tiempo que quisiera.
Media hora después me la trajo de vuelta.  Me agradeció muchísimo.  Me dio un taper con canelones de espinaca.  Fueron mi cena.  Estaban deliciosos.
A la mañana siguiente tenía mucha ropa para lavar.  Puse todo en el recipiente grande de plástico que uso para lavar la ropa, porque a mí me gusta hacer las cosas con mis manos, soy muy austera, creo en ese tipo de felicidad.  Como me vino un calambre, escurrí un poco la ropa, para evitar el peso, emprendí por el corredor hacia lo de mi vecina.  Le golpeé la puerta.  Me abrió, me hizo pasar.  Me mostró su nueva batidora, me contó que al final no había encontrado la otra, que le habían robado, que las cosas están muy mal.  Pero estaba muy feliz con su nueva batidora que estaba pagando en cuotas.  Le mostré mi ropa a medio lavar y le pedí si no me hacía el favor de hacerme un lavado, porque yo no tenía lavarropas, le expliqué que no uso lavarropas, que siempre lavo la ropa a mano, pero que en este caso…  No me dejó terminar mi explicación.  Con entusiasmo, me indicó por dónde ir hacia su lavarropas.  Estaba ubicado en el baño.  Era una JAMES italiana de acero inoxidable.  Le agradecí mucho, le dije que me iba para mi casa que por favor me avisara cuando se terminara el lavado.
A los 40 minutos mi perra ladró fuertemente.  La vecina me dijo antes de que abriera la puerta que la ropa ya estaba.  Me alegré de que el edificio, a esas horas, estaba solitario.  Abrí con una sonrisa.  Fui hacia su departamento.  Saqué la ropa y la puse en mi recipiente de plástico azul.  Le devolví el taper de los canelones de espinaca bien lavado.  Me dijo que muchas gracias.  Me ofreció unos mates.  Me senté a tomar unos mates.  Conversé animadamente.  Empecé a explicarle mi forma de ver la vida.  Que yo pienso que los seres humanos deberíamos volver a la época en la que todo se hacía a fuego, con nuestras propias manos, que no hay nada más gratificante que hacer un esfuerzo físico concreto para lograr el bienestar propio, el alimento, el abrigo.  Ella se mostró muy entusiasmada con mi filosofía de vida.  Le expliqué que, como ella tiene un buen lavarropas, que no tiene por qué tirarlo.  Evalué que, si creía mucho en mi forma de ver las cosas, en unas noches lo encontraría junto al contenedor de basura en la calle y podría pedir ayuda para meterlo en mi casa, pero eso me ocasionaría gastos de electricidad que no deseo, porque soy muy austera, no me gusta despilfarrar.  En cambio, si yo le llevaba una o dos veces por semana mi ropa, por un motivo u otro, ella siempre aceptaría gentilmente lavarla y devolvérmela.  Hasta me convidaría con alguna cosa.  Así fue. 
Ahora lavo más seguido.  Casi todos los días.  Al caer la tarde, la vecina me devuelve la ropa seca doblada y perfumada.

Es bueno tener buenos vecinos.  Nunca se sabe lo que una puede necesitar.  Yo estoy de acuerdo con el estilo de vida como antes, cuando los vecinos nos ayudábamos entre nosotros.  Esos sí eran lindos tiempos, o no?.  





El sillón

Luego de divorciarme por segunda vez, tuve el impulso y llevé a cabo, un cambio de la ubicación de los muebles de mi casa.  Después de todo, era ahí donde había vivido con ella.  Me urgía renovar el ambiente, y no tenía suficiente dinero para mudarme, o hacer cambios estructurales.  Sin embargo, logré deshacerme de unos cuantos muebles, que sustituí por plantas.  A medida que una va perdiendo el miedo, va dándose cuenta, que necesita poco.  ¿Para qué quería yo el juego de living?  Apestaba, era de mala calidad, y ni mis hijos ni yo lo usábamos, sólo la perra. 

En primera instancia, logré sacar a la calle, ya avanzada la noche, los dos sillones de un cuerpo.  Al momento de sacar el grande, de tres cuerpos, la cosa se complicó.  No cabía por la puerta.  Lo intenté de diferentes maneras.  Sobre el piso como se usaba para sentarse, inclinado como si estuviera haciendo una reverencia, erguido, como un monstruo de resorte y tela.  Pero no pude.  Me inquieté bastante, me frustré.  Logré controlar mi cabeza y olvidar el asunto.  Lo dejé así, ocupando casi todo el ancho del corredor y superando la altura de la puerta.  La gata lo usó, como si fuera un árbol.  Quedó allá arriba y me miró de esa forma. 

Cuando me levanté para ir al baño, con todo apagado, seguía parado ahí, silencioso, encorvado pero gigante aún.  Me costó reponerme,   Prendí la luz del baño.  Me miré en el espejo.  Miré las cosas que había detrás de mí, las miré en el espejo.  Volví a la cama.

La siguiente noche, realmente me propuse deshacerme del sillón.  Vivo sola, y todos los vecinos hombres corpulentos aceptaron, gentiles, darme una mano.  Sin embargo, a las once de la noche, ninguno me había tocado timbre.  Encontré un viejo serrucho.  Ni sabía que estaba en la casa, no sé si era de ella, ella tenía herramientas, quizás, me había olvidado de devolvérselo.  Primero tomé un cuchillo afilado de la cocina y rompí la tela de la parte de abajo.  Qué extraña era la estructura del sillón.  Tenía varias maderas cruzadas, los clavos estaban cediendo, y la tarea prometía fácil.  Pero no lo era.  El serrucho estaba viejo y oxidado.  Elegí estratégicamente las maderas que rompería, para reducirlo y hacerlo pasar por mi puerta.  Comencé por una de las tablas. de más abajo.    El serrucho se deslizaba con dificultad.  Los dientes se trancaban en la madera.  Saltaban astillas.  Conseguí marcarlo.  Una incisión de bastante profundidad y longitud me garantizó que el filo no cedería, no se me zafaría de las manos.  Pero tuve que insistir mucho, haciendo fuerza hacia abajo y agitando velozmente el mango tomado con las dos manos.  Finalmente logré romper la primer tabla.  Intenté empujarla con la mano, para sacarla de su posición y hacer saltar los tornillos, pero fue inútil.  Me subí sobre ella, con miedo a romperla de golpe y caer repentinamente en el suelo.  Pero no cedió.  Salté sobre la tabla.  Tampoco cedió.  Tomé la parte del posamanos que había quedado por arriba de mi cabeza, la sujeté con las manos, embestí varias veces con mis championes gastados.  Finalmente lo logré.  La tabla entera se zafó del lugar.  El sillón se encorvó más. 

Repetí esta operación con tres tablas más.  En unas dos horas, ya había logrado que el sillón pasara tranquilamente por la puerta.  Lo empujé con mis propias manos y mi propio cuerpo por todo el corredor.  Ningún amable vecino salió a ayudarme.  Lo saqué del edificio.  Lo puse junto al contenedor. 

Me acosté aliviada.


A la mañana siguiente salí, como todas las mañanas, con la perra a comprar pan.  Seguía ahí.  Nadie había deseado llevárselo.  Me sentí muy rara.  ¿Tan feo era mi viejo sillón?  Una se acostumbra a sus cosas, a las manchas, a las roturas, pero quizás, mi sillón era espantoso.  Yo lo saqué con desesperación, pero me sentía culpable.  Quién me había dado el derecho a desecharlo?  Nadie lo quiso, pero la verdad que no fui muy paciente, no insistí. Pero no tenía por qué sentirme así, porque el hecho de que nadie se lo llevara, era la prueba evidente de que el mismo era un desecho.  No pude evitar sentir que algo malo, extraño y tenebroso, pasaba con el sillón.  Como si tuviera una peste que nadie, ni el más sucio de los montevideanos, deseara contagiarse.  Como si estuviera maldito.  Como si desprendiera algo.  Quizás era el olor, nada más que eso.

Pasó una noche más.  Volví a comprar el pan de la mañana, con la perra.  Me resultó extraño y deseé que no lo hiciera, cuando la perra lo olisqueó, con un evidente gesto de reconocimiento, y me miró, como intentando hacerme ver que valía la pena, que el pobre sillón no merecía estar ahí.  Lucía muy mal.  Parecía un esqueleto con poca piel desgarrada y los resortes y elásticos parecían vísceras.

También me atemorizó que viniera la IMM y averiguara entre los vecinos, a ver si alguien había visto quién había sacado el sillón.  Imaginé ser apresada, por tirar desechos tan grandes y dejarlos fuera del contenedor. 

Ganó la conmiseración, la pena.  Decidí rescatarlo.  Pensé que podía buscar la forma de usarlo, después de todo tan mal no estaba.  Si nadie lo quería, sería porque era para mí. Quizás era una señal de que el sillón tenía que permanecer en casa.  Esperé a la noche, segura de que nadie se lo llevaría.  Qué triste se veía cuando caminé hacia él.  Todo desvencijado y sucio, con olor feo.  Qué fría estaba la nohe.  Lo metí para adentro otra vez.  Me sentía feliz, como si hubiera hecho una obra de bien.  Pensé en transformarlo en algo, una cucha para la perra, quizás.  Como estaba demasiado cansada, lo dejé ahí, en el corredor.

Cuando fui al baño sabía que el sillón estaba ahí.  No lo había olvidado. Había soñado con el sillón, con todas las cosas que habíamos hecho sobre sus almohadones.  No recordaba el final del sueño, pero sí que era triste y lúgubre. 

Cuando estaba sentada en el wáter, sentí un sonido entre las tablas.  Me alegré de estar sentada allí, porque el susto me hizo escapar sonido y materia que fueron a parar al lugar adecuado.  Me limpié, corrí la cisterna.  En la oscuridad me acerqué sigilosa, con esa tonta seguridad que tenemos las personas cuando escuchamos un sonido inexplicable en la noche y pensamos que nada va a ocurrir, que nada puede haber ahí. 

Miré por dentro del sillón, a través de las enormes heridas que yo le había hecho a la tela.  No había nada.

Volví a mi dormitorio.  Me acosté a dormir.

Me desperté totalmente confundida.  El reloj marcaba las 14 horas.  Cuando fui a levantarme, estaba demasiado mareada.  Me caí a un lado de la cama.  Logré volver a levantarme.  En el espejo, vi mi rostro hinchado, amoratado y ensangrentado.  Cuando fui hacia el estar y miré al corredor, vi que el sillón no estaba.  La puerta estaba forzada y abierta hacia atrás.  Ningún amable vecino había venido a ver qué estaba ocurriendo en mi casa. 

No faltaba nada más.  Me sentí aliviada de que a alguien le interesara tanto mi viejo sillón, aunque fuera a ella, la peor de las mortales, que ya me había robado y herido  suficiente.  Mandé cambiar la cerradura una vez más. Me sentí aliviada. 








  



Domingo
 No sé cómo salir de aquí  Es muy estrecho este lugar  Maúllo todo lo que puedo  Mis amigos se acercan y también maúllan, pero nada pueden hacer.  Algunos se meten e intentan sacarme.  Levantan sus garras.  Otros lo hacen por el lado de arriba  Pero yo sigo aquí atrapado  tengo mucha hambre  soy chiquito  deberían cuidarme, ¿por qué no me cuidaron más?  Yo no sabía que podía pasarme esto. Al final todos, hasta mamá, se dan cuenta que no pueden sacarme.  Se aburren, se cansan y se van.  Todo se pone más oscuro aun. 
Cuando el sol ya está bien alto empiezo a sentir los ruidos de la casa.  Una niña se asoma al balcón.  No puedo verla desde aquí dentro, pero sé lo que está haciendo porque siempre la veo.  Sale en camisón.  Mira para afuera, nos mira a nosotros, se despereza.  Después viene alguien y le dice que entre, la llaman a desayunar y a ir al colegio.  No la dejan acercarse a nosotros.  Pero hoy se despertaron todos más tarde.
Tengo las patas trancadas.  Se me están lastimando las garras.  Oigo que entra gente al patio.  Me da mucho miedo.  Ahora sé que no podré salir por abajo, tendré que subir hasta allá arriba e intentar salir por los agujeritos  Pero eso es imposible.  No puedo subir hasta allá.  Es todo liso y tengo las garras lastimadas.
Se van despertando y yo sigo acá.  Cada vez tengo más hambre.  Ya al mediodía está toda la familia en el jardín, acá cerca de donde estoy yo.  Están los niños varones y la niña y los padres.
Suena el timbre.  Los niños se alegran  Todos salen corriendo a abrir la puerta
Ahí yo trato de bajar, de salir por el lado de abajo.  Pero no puedo  sigo trancado.  Estoy todo manchado  Se me mancharon los ojos.  Me cuesta ver.  ¿Y si me dejo caer?  Pero no puedo destrabar mi pata, además tengo miedo de lastimare más. 
Al final vuelven todos al patio.  Más miedo.  Ahora son más.  Oigo las voces de otros niños.  Corren, todos están contentos.
-         Bueno, todavía no arrancó la cosa, bromea el recién llegado.
Siento ruidos allá abajo.  Miro. El dueño de casa está limpiando la parrilla con papel de diario.  Explica que hay que hacerlo para sacar la grasa vieja.  El otro dice que él nunca lo hace y que igual el asado le queda de lo más bien.  La parrilla ya está limpia.  Ahora junta unas piñas, las envuelve en papel de diario.  También unas ramitas.  Luego unos troncos chicos y secos.  Los pone bien debajo de mí.  Tira alcohol.  Luego el fósforo.
Estoy muy asustado, no quiero que sepan que estoy aquí.  Pero empiezo a sentir el humo subir, el calor y no puedo respirar bien.  Así que maúllo.
Al principio nadie me escucha
Es la niña la que dice que dónde está el gatito.
Maúllo más fuerte, me quejo mucho. 
Nadie le da bolilla a la niña ni a mí.
Ella insiste.  Pide silencio.  Pero nadie le da bola.  La charla es demasiado animada. 
Al final se pone a llorar y gritar como loca.  Ahí todos la tranquilizan como si tuviera un berrinche  Pero no es un berrinche dice:
Hay un gatito en la chimenea, se va a morir si seguimos con el asado.
El padre le dice que no se preocupe que debe estar en otro lado, que es la impresión.  Ella dice que no, que está segura que está en la chimenea. 
El padre dice que ya puso toda la carne, que vinieron los amigos, que todos están esperando el asado.
Yo ahí ya no puedo para de maullar, aunque me estoy ahogando.  A ver si alguien más está dispuesto a ayudarme.
Los demás niños empiezan a gritar y a llorar, dicen que el gato está en la chimenea y que va a morirse.
Los dos padres se enojan mucho.  Las mujeres intentan calmarlos.
-         Pedro, por favor apagá el fuego.
-         Ya no puedo ¿cómo querés que haga para apagarlo?
-         Sacá toda la carne de la parrilla, levantá la parrilla, corré el fuego al otro lado.
-         Si hago eso va a empezar a ahumar todo
-         Que ahúme, los niños están viendo cómo dejás morir a un gato.
-         Esos gatos me tiene re podrido.  Son una peste.  Sabés que mean en el deck, dejan ese olor horrible.
-         ¡Ya lo sé, pero de ahí a matarlo, por favor!
-         La carne ya está a medio hacer si la saco ahora se va a chamuscar toda
-         Sos un hijo de puta
-         Chicos, no se preocupen comemos otra cosa – dice la madre que es la visita.
-         No, no ustedes vinieron a comer asado y eso vamos a comer.
No puedo respirar, ya no puedo maullar.  Todos los niños lloran.  Me siento feliz de que lloren por mí.  Pero no escucho a mis  amigos.  Y ya sé que nadie vendrá a rescatarme.
-          Siempre el mismo no sé qué hago con vos sos un hijo de puta.  Hace tiempo que los chiquilines quieren una mascota, pero vos ni ahí con eso. 
-         Yo soy así, vos siempre supiste que no me gustan los animales.  Ni los niños me gustaban pero vos insististe.  Ahora, ta los quiero, son mis hijos.  Pero todo cambió.
-         Chicos nosotros nos vamos, otro día volvemos. – dicen los invitados.
-         No, no se vayan.
No puedo más.  Me caigo arriba del fuego.  Pataleo y logro salir.  Me quemo mucho.  Salto para donde puedo.  Caigo en la parrilla que estaba mucho más caliente.  Pero como tengo mucha hambre me llevo un pedazo de carne.  El dueño de casa me golpea.  Me duele, pero logro saltar el muro y pasar para el otro lado.
-          Gatos de meirda, me tiene re podrido.
Los niños lloran y ríen a la vez. 
La carne está muy buena. 



  

La valija











Como me iba a Córdoba y no tengo valijas le pedí a mis padres que me prestaran una.  

Pusieron a mi disposición dos.  Cuando volví me quedaron de clavo.  Las puse una dentro de la otra y las subí al altillo.  

Estaba en la casa de mi novia en Barra de Carrasco con una modorra como para deslizarme sólo de la cama al baño y/o a la cocina cuando me entra un mensaje de texto.  Era mi vieja que decía lo siguiente:

- Cuando me podés devolver la valija, viajo mañana  

- Vos podés pasar a buscarla

- No.

- Te la llevo a las 18 aprox te sirve.

- Mj – respondió, supongo que quiso decir “ok” porque la m es la primera letra de la tecla que contiene la m, la n y la o, y la j es la primera letra de la tecla que contiene la j la k y la l.  También supongo que no todo era imperativo y que no teníamos ganas de usar signos de pregunta.  

Me tomé un metropolitano.  El 7E7 para bajarme en Avda. Italia y cualquier calle y el 300 para llegar a mi casa.  Me metí en mi casa.  Saludé a mi gata.  Le renové la comida.  Le saqué unos soretitos bastante secos que había entre sus piedritas.   Puse algunas nuevas.  Salí con una valija conteniendo otra dentro y la bolsita de caca.  Tiré la bolsita de caca en el contenedor.  Me tomé el 522, también me servía el 149 pero ese no pasó o pasó después.  Estaba requeté repleto de gente.  Yo me había olvidado que en ese tramo siempre está repleto de gente.  Pagué mi boleto.  Poco después de mi subida un señor rengo se levantó del asiento para lisiados.  Aproveché para poner ahí mi valija.  El guarda me puso mala cara.  Miré para otro lado.  Pero cuando miré para el otro lado me encontré con otra mala cara.  Así que empecé a mirar para arriba como si me faltara el aire.  Entonces el guarda dijo “Ese es el asiento para lisiados, es para personas con algún impedimento o, si no hay ninguna, para ancianos o ese tipo de gente”. Yo le dije que yo  tenía un impedimento.  Me dijo que le mostrara el carné.  Le dije que era otro tipo de impedimento.  No me comprendió.  Seguí mirando para arriba, pero ahí me encontré con un señor muy alto que también me puso mala cara.  Ya no tenía a dónde mirar.

Abrí la valija.  Molesté un poco a la gente pero valió la pena.  Me metí dentro, era la única forma de no ocupar tanto lugar.  Después de diez paradas le pedí al guarda, gritando porque estaba dentro de una valija que además estaba dentro de otra, o sea que entre el guarda y yo había dos paredes de valija, que me avisara cuando llegásemos a Gonzalo Ramírez y Salto.  Apenas le pedí que me avisara me respondió que era la próxima.  Me dejé caer desde el asiento hacia el corredor.  Por suerte justo caí con las rueditas para abajo y a esa altura el ómnibus viajaba en subida, por lo que llegué rápidamente a la puerta trasera.  Me di cuenta porque sentí cómo golpeaba contra el asiento del fondo y la puteada de un tipo que estaba sentado ahí.  Le expliqué que por favor comprendiera mi situación, no es fácil ser una valija humana, y que por favor hiciera sonar el timbre para que la puerta se abriera en Gonzalo Ramírez y Salto.  El ómnibus frenó y yo me tiré para abajo con todas mis fuerzas. Los escalones me reventaron la columna.   Oí cómo se alejaba el ómnibus.  Ahí me costó un poco más quedar con las ruedas para abajo y la bajada no estaba a mi favor.  No veía nada.  Por las dudas grité que si estaba en Gonzalo Ramírez y Salto.  Alguien me respondió que era Gonzalo Ramírez y Barrios Amorín.  Puteé  bastante feo protegida por dos valijas que tapaban mi identidad.  Le pedí al señor que, ya que había sido tan amable de decirme dónde estaba, que por favor me pateara hacia Gonzalo Ramírez y Salto porque la bajada no me favorecía.  Lo hizo con mucha fuerza.  Le agradecí gritando a gran velocidad.  Cuando la inercia se acabó volví a gritar que dónde estaba.  Me respondieron que en Gonzalo Ramírez y Salto.  Le dije al que me respondió que ya que había sido tan amable de responderme que tuviera a bien patearme hacia Salto y Lauro Muller.  Lo hizo con una fuerza que me reventó la espalda. Sentí varios bocinazos y un choque fuerte al cruzar Gonzalo Ramírez.  Pero nadie puede responsabilizar a una valija.   Supongo que la policía interrogó al tipo que me pateó.  Arranqué en bajada.  Me reventé contra el edificio Lamaro luego de oír el frenazo de, al menos, tres vehículos.  Quedé quieta.  Oí la conversación de unos planchas que siempre están en esa esquina.  Les pedí que por favor me arrimaran,  ya no podía recibir más patadas, hasta la puerta de Salto 912.  Uno tuvo la gentileza de hacerlo.  Cuando me dijo que habíamos llegado le pedí que ya que había tenido la gentileza de llevarme hasta la puerta, que por favor tocara timbre.  Tocó.  Oí que se iba enseguida porque yo no le pedí que tuviera la gentileza de quedarse a decir nada.  Oí que se abría la puerta.  Luego la voz de mi madre decir:

- ¡La valija! -  Pero esta Elena, pudo haberse quedado a saludar.  ¡Qué pesada que está!  Era confuso si se refería a mí o a la valija.  

Fui colocada en el rincón del comedor.  Mi padre dijo.

- Habría que empezar a guardar las cosas.

- Pará, Carlos vamos a tomar algo, no seas tan ansioso, tenemos tiempo.

Esa fue la primera vez en la vida que oí una conversación entre mis viejos sin que ellos tuvieran la menor idea de que yo estaba ahí.  

Estaban muy preocupados por mí.  





Tranquilidad 


El martes salió mi hija para el liceo.  Pocos minutos después empezaron los relámpagos.  Empezó a llover.  Esperé a que parara, acostada en nuestra cama hice planes para un día de lluvia.  Me pregunté cómo habría llegado.  Cuánto se habría mojado.  No la llamé porque es adolescente y no le gusta que ande llamándola por esas cosas.  Siguió lloviendo. Mi casa estaba húmeda.   Como a las doce llamó la acompañante de mi hijo para avisarme que no podría ir al colegio porque estaba con gripe.  A mí me pareció que era sólo porque se le había inundado la casa.  Tuve ganas de decirle que si era eso lo que le pasaba que me dijera la verdad, que está todo bien.  Vive en Lagomar.  Pero a veces cuando digo esas cosas la gente se asusta, yo lo digo para acercarme, pero ellos se alejan.  Así que le deseé que se mejorara. 

Como la maestra no tiene idea cómo tratar a mi hijo, decidí no mandarlo al colegio, que se quedara en casa con nosotras.  Se puso muy contento. 

Sin embargo, es muy difícil encontrar actividades para entretener a un niño autista toda una tarde sin poder salir al parque, a pasear a la perra.  Vino el hermano de Lu.  Pasamos muy bien.  Eso lo ayudó mucho.  A mi hijo le encanta conocer varones delicados, agradables, cálidos, comprensivos y para colmo músicos, le hace falta. 

Cuando se fue el hermano de Lu empezamos a darnos cuenta de que había estado todo ese rato frente a la computadora, como hace habitualmente.  No juega como los demás niños.  Se sienta frente a la computadora, escucha música, pone el traductor de google.  Le gusta escuchar la voz del traductor diciendo en español cosas con acento inglés.  Le hace gracia que no haga la puntuación.  La computadora se recalentó y se apagó.  Le dije que no volviera a prenderla porque le hacía mucho daño, que iba a romperse.  La prendió de todas maneras.  Siguió escuchando música.  Pocos minutos después volvió a apagarse.  Le propuse jugar al memory.  Él tiene mucha memoria visual, imaginé que le gustaría.  Pero es muy difícil que se concentre.  Logré jugar una partida.  Él recordaba perfectamente dónde estaban los pares de cosas.  Después se distrajo, ya no quería jugar más, quería usar la computadora.  Por la máquina y por él, le dije que no lo hiciera.  Fue y la prendió.  No me hizo caso.  Le dije que no podía pasar toda la tarde frente a la computadora, que la apagara.  En esas situaciones se siente muy mal.  Comprende que no le hace bien a su cabeza estar todo el día mirando la misma película o el mismo concierto, que hay que cambiar un poco porque hay que ejercitar al cerebro en otras cosas, no sólo la memoria, el oído musical y los idiomas, por muy agradables e importantes que sean.  Pero aunque lo comprende, no logra soportar la idea de hacer otra cosa, no logra apagar la máquina. 

Lu dijo que iba a hacer una torta, que él podía ayudarla. 

No pudimos evitar la rabieta.  Empezó a gritar y llorar con mucha fuerza.  En esos casos siempre lo abrazo fuerte para que no se lastime y le digo que se tranquilice y le explico todo lo que puedo.  Cuando parece que entendió, vuelve a concentrar su atención en algo que no es importante, que no tiene que ver con la charla ni con el aprendizaje que estaba intentando que tuviera.  No importaba que Lu y yo nos sintiéramos muy mal por lo que estaba haciendo, no importaba que su mente estuviera todo el día repitiendo imágenes, sólo importaba la torta.  Empezó a preguntar que si Lu iba a hacer la torta.  Lu dijo que no la haría porque él se estaba portando mal.  Se enojó más y me pegó.  Lu le dijo que no me pegara nunca más, que no me pegara porque soy su madre.  Salió a caminar, a descongestionarse un poco.

Mi hijo me preguntó si ella se iba a vivir a otro lado.  Le expliqué que no, que eso no iba a pasar que nosotras estábamos casadas, que nos amábamos, que sólo estaba enojada y triste y necesitaba tomar un poco de aire.  Le pregunté cómo se sentía él, que si quería que Lu se fuera.  Me dijo que quería que Lu viviera con nosotros. 

La parte buena de esos momentos es que son los únicos en los que él me abraza.  Cuando empieza a calmarse me abraza mucho, me mira, se enfrenta a mis ojos. Yo le expliqué que de todo lo que había pasado la torta era lo de menos.  Que lo importante era que cuando él se ponía así las personas que están a su alrededor se ponen muy mal, que al final todos nos ponemos mal, que él también y que teníamos que hacer algo para arreglar las cosas.  Le pregunté cómo le parecía que podían arreglarse las cosas.  En ese momento ya había dejado de gritar.  Dejaba que yo lo abrazara, que lo besara, estaba sentado en mis faldas aunque me pesa mucho porque ya tiene once años y se sienta sobre mí como si yo fuera una silla, olvidándose que tengo piernas y nervios, es muy agradable sentirlo tan cerca. 

Me dijo que había que resolver eso con tranquilidad.  Yo le dije que con tranquilidad y paciencia.  Cuando se dio cuenta de todo lo que había pasado, que me había pegado, que se había puesto violento, que podría haber roto algo, empezó a ponerse mal de nuevo.  Quería volver el tiempo atrás para borrarlo todo.  Le expliqué que eso era imposible.  Volvió a preguntarme por la torta.  Insistí en que se concentrara en resolver las cosas, en colaborar en que nos sintiéramos mejor.  Le propuse que le escribiera algo a Lu.  Le di papel y lapicera.  Escribió:  Luciana:  te quiero mucho.  Sos mi amiga.  Me caés bien.  Cocinas muy rrico.   Quiero torta.  La torta es de chocolate.   Le dije que era muy lindo e importante que le dijera a Lu lo que sentía, pero que no estaba bueno que volviera a hablar de la torta, que eso era lo de menos.  Le propuse cortar la parte del papel en que hacía referencia a la torta.  Aceptó. 

Luego preguntó que si tenía Patricia.  Todos los martes mi hijo va a una sicóloga.  De todas las terapias y horas curriculares que tiene, la de Patricia es la única dedicada a sus sentimientos, a sus gustos, a sus placeres.  Preguntó para cerciorarse, por el placer de escucharlo, porque él sabía que era martes y que los martes sí que tiene Patricia.  Le dije que tenía Patricia.  Me dijo que quería hablar con ella.  Le dije que faltaba sólo una hora para verla.  Me dijo que quería llamarla por teléfono.  Le dije que estaría con otro paciente.  Me preguntó que por qué estaba con otro paciente.  Le expliqué que Patricia es sicóloga y que atiende a otros niños que, como él, necesitan ayuda.  Me preguntó que por qué necesitan ayuda.  Le expliqué que todos los niños tienen problemas.  Me preguntó por qué tienen problemas.  Finalmente llegamos a la parte en que le propuse que le escribiera lo que quería decirle a Patricia para llevarle el papel una hora después, aunque ya faltaba menos pues habían transcurrido unos cuantos minutos.  Escribió:
Patricias.  Las quiero mucho.  Son dos.  Gustavo Ceratti.  Patricio Rey … Hay otra Patricia, que participa de la terapia, no va todos los martes, pero cuando lo hace lleva instrumentos musicales y tocan y cantan las canciones que a mi hijo le gustan.  Hace listas.  Escribe todas las bandas que le gustan.  Y son muchas, no puede parar de escribirlas porque son tantas.  Le dije que no escribiera más bandas, que ya había escrito lo que importaba, lo que quería decirle a Patricia, que las bandas no tenían nada que ver con el asunto. 

Se calmó.  Se hizo la hora de ir a lo de Patricia.  Fui caminando con él de la mano.  El ya estaba bien, aunque todavía hablaba un poco de la torta que no había hecho Lu porque él se había portado mal.  Lu se quedó con mi hija.  Le dije que le entregara a Patricia el papelito donde le había escrito esas cosas.  Se quedaron muy contentas las dos Patricias.  Yo aproveché para ir al supermercado.  Compré fiambre manteca fideos.  Di muchas vueltas entre las góndolas para hacer tiempo porque hacía mucho frío.  Los vigilantes me miraban mal.  Yo tenía puesto un jean que me encanta.  Se le hizo un agujero.  Pero me encanta cómo queda ese agujero.  Lu dice que es mi estilo, que me queda bien.  Yo estoy de acuerdo.  Pero a la gente no le gustan los pantalones con agujeros.  Además tenía un bolso verde que también me encanta, me sobra espacio porque sólo tengo la billetera, los auriculares y el celular.  .  Fui a la caja, pagué.  Volví a buscar a mi hijo.  Charlé con las dos Patricias.  Les expliqué cómo había surgido lo de la cartita.  Les pregunté si les había contado algo de lo que había pasado en la tarde.  Me dijeron que no había contado nada de eso.  Así que yo se los conté con ayuda de él, haciéndolo participar.  Les conté lo que habíamos hablado, que él quería la torta y que había que concentrar la atención en lo que era más importante que eran los sentimientos de todos.  Que hasta las mascotas se habían puesto mal.

Las Patricias dijeron que era muy importante que él pensara cómo se sentían los demás y que la torta no era tan importante.  Que en definitiva Lu iba a volver a hacer una torta algún día.  Le pagué a Patricia con bastante atraso porque ese mes me había costado mucho juntar el dinero.  Como todos los meses.  Volvimos caminando para casa.  Charlando, de la mano.  Ya tranquilos.  Mi hijo feliz.  En el camino hizo muchas listas de bandas musicales me cantó muchas canciones y se fijó en todos los carteles que había a lo largo de toda la calle Pablo de María. 

Cuando llegué a casa mi hija y Lu estaban charlando.  Lu me contó que desde que yo me había ido hasta que había llegado, se le había instalado a charlar.  Lu estaba trabajando, pero no había podido porque mi hija no le dio tregua.  Le habló de sus compañeros de clase.  Le mostró videos firmados en los recreos, le contó de una compañera con un trastorno alimenticio, de otra que es muy desordenada, de un compañero que a ella le gusta, pero que hay otro que es más lindo pero con una personalidad menos linda, se hizo un peinado se lo mostró.  Lu no pudo trabajar nada. 

Los dejamos un ratito solos.  Sacamos a Jacinta a hacer pichí.  Caminamos dos cuadras.  Compramos en el almacén de la esquina, ya con las rejas bajas,  unos chocolates.  Aprovechamos para charlar sobre lo que había ocurrido con las Patricias.  Lu me pidió perdón porque se había sacado.  Yo le dije que todo el mundo tiene derecho a perder un poco el control y salir a tomar aire.  Hablamos sobre la importancia de no haberle hecho la torta, sobre la lección que significaba para él.

Volvimos a entrar.  Lu hizo la comida.  Yo les di de comer a la perra y a las dos gatas.  Puse la mesa.  Prendí la estufa.  Nos sentamos a cenar.

Al día siguiente estaba despejado.  La acompañante me envió un sms:   “hoy me siento mejor, voy al colegio”.  “Genial”, le respondí.  Me encanta la palabra genial.  Lu y yo estuvimos toda la mañana con mi hijo.  Se despertó muy tarde, tenía que descansar.  La pasamos muy bien.  A la hora de almorzar hubo una dificultad.  No quería la pizza.  Estuve un rato explicándole que tenía que comer y que la pizza era lo que había.  Se la metió en la boca y la escupió.  No sé por qué, a él siempre le gustó la pizza.  Yo la probé y estaba bien.  Le expliqué que si no almorzaba yo iba a tener que comprarle una merienda mejor, una que le sirviera para alimentarse.    Me dijo que le comprara el alfajor.  Le dije que no le compraría el alfajor.  Cuando vi que iba a gritar otra vez, le recordé todo lo que había ocurrido el día anterior.  Le dije que no era nada grave, que era una decisión que él tomaba.  Que como no comía la pizza porque no le gustaba yo iba a ponerle de merienda una comida que sustituyera al almuerzo.  Me habló mucho del alfajor.  Le dije que el alfajor no importaba, que lo importante era que él se alimentara y que no se pusiera a gritar y llorar, que eso no funcionaba y que Lu y yo nos poníamos muy mal cuando él se ponía a gritar y llorar y pegar contra las cosas y pegarme a mí.  Logré que no tuviera una rabieta. 

Cuando salí al corredor me encontré con la vecina de al lado.  Iba con el bebé en el carro.  Me detuve para observarlo.  Estaba muy lindo, miraba mucho con sus ojos bien abiertos.  Ahí la vecina se dirige a mi hijo le dice:

- Escuché que ayer te pusiste muy mal porque no te hicieron una torta. 
Le respondí que a veces se pone mal porque quiere pasarse todo el día frente a la computadora y que eso no puede ser.  Le puse ese gesto que ponen los adultos para indicar que la mano viene por el lado de una enseñanza importante.
Ella empezó a consolar a mi hijo que estaba de lo más bien.  
-  ¿No habrá que tenerle más paciencia, un poquito más de paciencia? - Me preguntó.  
- ¿A mí me va a decir, le parece que usted me puede decir eso a mí?
- A tu pareja, capaz que tiene que tener más paciencia tu pareja. 

Cuando llegué a la parada el ómnibus vino en seguida.  Pero estaba lleno.  A duras penas se cerró la puerta detrás de nosotros.  Le dije a mi hijo que observara que el ómnibus estaba muy lleno, que no iba a tener dónde sentarse.  Que no se enojara ni empujara a nadie ni le pidiera a nadie que le dejara el asiento.  Me preguntó por qué no podía hacer eso.  Le dije que porque las personas se sienten mal si él hace eso.  Que en el mundo no está sólo él, que todos tienen derecho a sentarse, que se sienta el primero que llega a menos que suba alguien con alguna dificultad para caminar.  Lu me llamó.  Le dije que quería decirle dos cosas.  Me acordé de una y se la dije.  Cuando me dijo que le dijera la segunda no pude.  Me la había olvidado. 
No podía dejar de pensar en la vecina.  Se me caían las lágrimas de indignación.

Le dije a Lu que no la había mandado a la mierda por mis hijos.  Porque si un día tengo que ir frente a un juez los vecinos del 401 podrían atestiguar en mi contra.  Lo sé porque desde que me casé con Lu saludan distinto, no dejan que mi hijo juegue con el de ellos.  Cada vez que lo llama por la ventana tengo que ir a explicarle que no lo llame, que ya no quiere jugar con él, que la madre no lo deja, que yo no sé por qué no lo deja. 


Yo no tengo miedo, es pura estrategia.  Me concentré en no hacer nada, esperar a que me volviera la calma.  Salimos al parque con Lu.  Trabajamos.  Fuimos al médico.  Lo resolví 
como dijo mi hijo, con tranquilidad.

EL 104 (Cuento). 



Esperamos el ómnibus unos cinco minutos con mi hijo aquel mediodía.  Le tengo bien sabido el horario, así que hago todos los movimientos de la casa para llegar a tiempo.  Odio andar a las corridas y tengo que ser muy cuidadosa, porque a él es imposible apurarlo.  Tiene su ritmo y nadie parece tener derecho a cambiárselo, ni si quiera yo.
Cuando subimos, mientras yo pagaba, él se fue al asiento del fondo.  Le encanta sentarse en el asiento del fondo.  Como era el único lugar que quedaba, yo no me senté con él, me quedé junto a la puerta de emergencia, observando su conducta, como siempre.
Miró a la mujer que estaba a su lado.  De esa manera como mira él a veces.  Ella evadió la mirada de mi hijo y dirigió sus ojos hacia la ventana.  Pero él insistió, le hizo una pregunta:
-           ¿Estás embarazada?
-          No – respondió, algo inquieta.
Era una mujer de unos treinta años.  Delgada, no tenía el abdomen abultado. 
-           ¿Estás segura?
-          Sí – respondió y se corrió el mechón de pelo bruscamente hacia un lado.
-          Yo creo que estás embarazada.
Dejé que mi hijo siguiera diciendo lo que estaba diciendo.  Es cierto que era un poco desubicado, pero sentí que quizás le daba una mano a la mujer, la ayudaba en algo.  Además sé que mi hijo no se equivoca en esas cosas.
-           Al final la mujer lo miró a los ojos, y sonrió, porque después de todo era un niño de nueve años, con una cara hermosa, ojos verdes y nada agresivo.  Sólo le estaba diciendo algo muy importante y lo hacía con ternura y suavidad.  No emitió palabra alguna, le sostuvo la sonrisa.  Entonces mi hijo, a pesar de que le hemos enseñado que hay que esperar a que el otro conteste para seguir hablando, no esperó.  Se dio cuenta que aquella mujer no tenía idea qué responderle.  Así que le dijo:
-           Estás embarazada, yo lo sé por tu olor.  Cuando mi mamá estaba embarazada de mi hermana Elisa, tenía ese olor, mucho antes de tener panza.
Ahí sí sentí que debía intervenir.  Me acerqué a la mujer y le dije casi en secreto.  - El tiene una gran capacidad para reconocer los olores, tiene muy agudizado el sentido del olfato.  Eso le crea algunos problemas.  Omití explicarle que era un niño especial porque me pareció evidente, que no venía al caso y porque estoy harta de hacerlo.  -  Parece un poco despistado porque le habla a la gente y le dice cosas que quizás no son apropiadas, pero puedo asegurarte que no fantasea, ni delira.  Te deseo mucha suerte. 
Nos paramos para bajarnos.  Siempre le llevo la mochila a él hasta que entra al colegio, porque es muy pesada, mucho más que la mía.  Lloré las cuatro cuadras con el sol en la cara, que no me secaba las lágrimas.  Caminé en silencio con él de la mano, como todos los mediodías.  Nadie supo, que el primero en darse cuenta de mi embarazo fue mi hijo.  Tenía tres años.  Se me acercaba y me tocaba la panza.  Me hablaba del bebé.  Elisa no llegó a nacer.   Sin embargo mi hijo hablaba de su hermana como si estuviera entre nosotros.  .  Han pasado unos años, sin embargo a veces yo también siento que Elisa está entre nosotros.  Sentí una comunión especial con mi hijo.  Hubiera expresado esa comunidad abrazándolo y quizás dándole unos cuantos besos.  Pero no puedo ni abrazarlo ni besarlo, a él no le gusta, lo hago sólo cuando no me aguanto y estamos en un lugar donde no importa que se enoje, por ejemplo en casa.  Así que no debo abrazarlo ni besarlo antes de dejarlo en el colegio.  Le di la mano, y lo dejé traspasar el portón.


Amado


A mi mujer, Luciana Cella, con todo el amor del mundo.  


Nos casamos el 7 de octubre.  Creo que fue en la madrugada del 14.  Estábamos transpiradas.  Habíamos puesto música.  Habíamos comido en la cama, mirado películas, y habíamos hecho el amor todo el día.  Ya eran como las 3 de la mañana cuando la tomo una vez más. 

No la dejo dormir.  Me pongo sobre ella.  La amo después de haberla amado toda la tarde y la noche.  La beso con todo mi cuerpo desnudo sobre el de ella.  Nos miramos a los ojos mientras gemimos.  Mi pelvis, totalmente en llamas, se sacude para producir cada vez más calor.  Ella abre sus piernas.  Tenemos contracciones intensas.  Yo embistiendo contra sus piernas cada vez más abiertas hasta  que un líquido sale de mi cuerpo.  Ella acomoda la posición para recibirlo. 

Hablamos de lo especial que había sido, mientras las caricias seguían. 

Una mañana Lu amaneció con naúseas, y de tarde muerta de hambre.  Al día siguiente también, naúseas por la mañana, un vómito, de tarde abrió la heladera y se comió todo lo que había en ella.

Sus pechos se pusieron más firmes.  Cuando yo los besaba, emanaban un líquido.  Nos costó comprender que era leche materna. 

No sabíamos qué hacer.  Atinamos a ir al médico, decidimos que la especialidad para el caso era la psiquiatría.  Elegimos una psiquiatra de la cartilla de médicos del Hospital Maciel.  Nos atendió una doctora muy comprensiva.  Nos habló con mucho cariño, sin juzgarnos.  Nos dijo que había muchos casos de embarazo utópico.  Le dio una serie de medicamentos a Lu.  Antidepresivo, ansiolítico.  Pero Lu no tomó nada porque no le gusta andar boleada y mucho menos no poder hacer el amor.

Igual le gustaba charlar con la psiquiatra.  Le explicaba cómo crecía su panza, hasta que no había más que explicar, porque estaba enorme y la doctora abandonó la comprensión ante tantas patadas en la panza.  No fuimos más. 

Le pusimos nombre.  Yo lo pronunciaba y apoyaba mi cara sobre el vientre y le hablaba.  Le decía todo lo que íbamos a hacer cuando naciera Amado. 

Una tarde estábamos haciendo el amor.  Yo sentada sobre su cintura, para cuidar el vientre inmenso.  Lu tuvo unas contracciones muy intensas al llegar al orgasmo.  Yo me acosté a su lado, para respirar más y más.  Pero ella no pudo descansar.  Sus contracciones siguieron.  Estaba en trabajo de parto y una pequeña cabecita asomaba entre sus piernas.  Fui madre y partera.  Con los ojos llenos de lágrimas, temblando, cuidándolos a ella y a esa cabecita.  Pujando solas en el medio del mundo, una vez más.  Metí la mano en la vagina para empujar hacia afuera el pequeño cuerpo sin dañarlo.  Era un varón de unos tres quilos.  Corté el cordón.  Se lo puse a Lu sobre su pecho.  Me acosté bien pegada a ellos.  Ahora éramos tres.  Llorábamos de la emoción y de la sorpresa. 

Todo era cierto.  Una vez más éramos únicas.  Únicas mujeres casadas, únicas mujeres caminando por la calle de la mano, con el peso de todas las miradas, únicas mujeres con un hijo natural.

La doctora me habló muy seriamente sobre estudios para encontrar al padre.

Hay gente que no entiende nada.   Cuando lo miro en la cuna sé que daría mi vida por él. El me mira y yo siento abnegación completa. 

Sin quererlo, por puro amor, somos este eslabón en la cadena de esta evolución.   Las primeras madres naturales.


Las primeras en haber Amado.

La Gente.

Cuando ando por la calle con vos, es increíble.  Es increíble qué lejos estamos de la gente.  A veces nos miran y yo me pregunto por qué nos miran.  Ahí me acuerdo que es porque somos dos mujeres de la mano, dos mujeres que nos amamos.  Es tan increíble que haya gente que se asombre por eso. Tan increíble es que me da pereza pensarlo. Así que andamos las dos de la mano y nos paramos en medio de la calle y nos besamos. Sé y no sé lo que piensa la gente. Nos dicen groserías, nos tratan mal.   

Cuando voy a la reunión del colegio de mi hija las mujeres y los hombres me miran raro.  Hay un dejo de admiración e interés pero también de extrañeza. Sé y no sé lo que están pensando.  Me da pereza averiguarlo.  Así que me voy en cuanto la reunión termina. No me quedo charlando.  Me aburro. Te extraño.

Cuando vuelvo vos me estás esperando en la parada con el paraguas.  Nos besamos mucho en la parada.  Caminamos abrazadas debajo del paraguas. Qué lindo es llegar a casa, con vos.  Me ofrecés cosas para traerme a la mesa de luz.  Acepto un jarro de cerveza helada.  Hacemos el amor mucho, mucho amor.

Me despierto antes que vos y escribo. A veces pienso que quiero pasar por un agujerito de la barrera que separa a toda esa gente de nosotras, que para eso escribo.  Pero no sé bien para qué escribo, me da pereza averiguarlo, así que sigo escribiendo.

Vos te despertás y te beso.  Hacemos el amor.  Ya sabés lo feliz que me hacés. 

Vamos a la panadería y compramos pan y leche.  Lo tostamos.  Desayunamos.  Yo te cuento que acabo de escribir un cuento.  Siento que ya hice mi trabajo del día. 

Afuera, muy lejos, lejos, lejos de nosotras, Montevideo está atestada.  Terca y obstinada, Montevideo.  Todos están apurados.  Los ómnibus están repletos.  Los automovilistas manejan solos en autos con capacidad para seis personas.  Tocan bocina.  Es increíble, algunos todavía usan traje para ir a trabajar.   Hay mujeres comprando en los Shoppings.  Hay mujeres que no se sienten bien si no tienen un pantalón que vieron el día anterior, tienen que comprarse el pantalón.  Y se tiñen el pelo y se maquillan algunas hasta se hacen cirugías estéticas.  ¡Qué rara es la gente!  Me da pereza pensarlo. Tengo sueño.

Me duermo en tus brazos a las doce del mediodía.


El lavarropas

No me mires así.  No es mi culpa.  Es que no puedo pararla.  Mil veces te dije que arreglaras el lavarropas de tu casa, supongo que no es cosa mía.  Mil veces te expliqué que los lavarropas tienen unas piezas redondas de metal que están en la parte de atrás.  Tienen que estar allí cuando el lavarropas no está en uso, y es transportado de un lugar a otro, desde China supongo, en un barco, y luego en un camión hacia la casa de electrodomésticos.  Pero al instalarse hay que sacárselos para que se haga más flexible y no caminen cuando centrifuga.  Que llames al service de Enxuta, te aconsejé, hace miles de meses.  Pero no me diste pelota.

Esta noche prendiste la lavarropas con un montón de ropa sucia metida a prepo.  Como a las dos empezó a centrifugar. Yo traté de no desvelarme, de no darle bolilla a todo ese ruido.  Y vos con todo lo que te habías metido para dormir, seguías lo más tranquila. 

Yo, boca abajo,  me puse un almohadón en la cabeza.  La máquina hacía cada vez más ruido.  Siempre me asombra el ruido que hace el lavarropas al centrifugar, el tuyo y cualquier otro, pero ésta vez era de locos.  Cada vez más y más.  Al final me saqué la almohada de la cabeza para ver qué estaba pasando.  La vi entrar al cuarto.  Apenas cabía por la puerta.  Se sacudía como una loca la maldita máquina.  Venía hacia la cama.  Cuando llegó, dio la vuelta hacia tu lado. 

Me levanté para tratar de pararla. Pero me pisó un pié y me reventó, creo que tengo alguna lesión en el empeine.  Después traté de pararla cuando empezó a saltar hacia tu lado de la cama.  Pero me pegó en el otro pie y en la mano derecha.  Me reventó un dedo.  Saltaba cada vez más alto, derramaba más agua.  Se le abrió la tapa.  Toda la ropa mojada cayó en el piso mugriento de tu dormitorio y otra parte en las sábanas mugrientas de tu cama.   Todo el cuarto ensopado.  Yo tratando de pararla.  Me resbalaba en el agua jabonosa.  Con cada salto adquiría más y más impulso.   Al final lo consiguió.  Cayó con todo su peso sobre vos.  Seguí intentando sacarla.  Pero insistía.  Empezó a hacer unos movimientos.  Empezó a violarte con el caño flexible  de desagüe.    Te sacudía la cola.  Te despertaste cuando eyaculó toda el agua jabonosa.  Pero no podías sacártela de arriba.  Me pusiste esa cara que ponés, esa cara de odio, eso que pasa cuando se te desencaja la cara.  Cuando parece que sos otra.  Traté de explicarte lo que había pasado, que yo no tenía la culpa.

¡Pero estás re loca!  ¿No te parece que si quisiera asesinarte, realmente te parece que se me ocurriría hacerlo con una lavarropas?
La propia almohada serviría para asfixiarte.

No es mi culpa.  Es el resultado de tu conducta autodestructiva.  Como los cigarros que fumás uno atrás de otro.  La merca,  el alcohol, y la mugre, y la rabia y la forma en que tratás a tu madre .

Yo te lo advertí, vos no arreglaste el lavarropas.  Fue suicidio.


Un balde de basura desbordado

Hay algo que quiero escribir, me engaño un poco a mí misma.  Voy haciendo el proceso.  Lo tengo en la punta de la lengua, en la yema de los dedos sobre el teclado, se asoma, pero lo demoro.  Terminaré de escribir cuando eso salga.  Me entretengo poniéndole un marco.  Pienso en todos los problemas concretos que tengo: 

Todavía no saqué la basura, está desbordada,  al costado del balde hay otra bolsa más, también repleta, un envase de aceite Optimo de 5 litros vacío, una botella de vino cuya marca no recuerdo y no tengo ganas de levantarme a mirar la etiqueta y un envase de detergente Axion.  Pero no es eso. 

Tengo un problema muy grave en relación a mi ex marido, no es algo para colgar en una nota desesperada en facebook.   Tengo que editar un libro, mientras tanto me desespero colgando tonterías en facebook, pero eso tampoco tiene que ver con el problema.

Mi hijo Felipe anda por acá deambulando, casi nunca puedo escribir sin él deambulando y tarareando sus canciones. Supongo que todo lo que escribo, siempre, tiene la cadencia de sus movimientos compulsivos.   Es agotador, pero tampoco eso es lo que quiero escribir, decir. 
Hoy es domingo, y si bien son las nueve de la mañana, era mejor ayer, cuando era sábado.  Tampoco es eso lo que quiero decir. 
Que la alfombra está arrugada, la cama des tendida, que el mate está frío que es un día lluvioso y gris.  Que tengo que ir a comprar el pan a la panadería de Maldonado y Paullier porque la de San Salvador, que me queda más cerca, cierra los domingos.  Las piedras de Cleo están sucias. 

Pero me dejo ya de engaños.  El asunto es muy simple.  Lo pienso concretamente.  Lo miro al problema.  Lo veo todo, a lo largo, a lo ancho, dentro del túnel del problema.  Lo transito.  Miro cada recodo del túnel de mi gran problema.  Me lo meto en la boca.  Lo degluto.  Me lo como.  Lo proceso.  Hago la digestión con el problema.  Lo desayuno con el mate y la pasta frola de dulce de leche.  Decido no escribirlo.  Es algo que debe quedar entre yo y mí misma. 

Me levanto.  Lavo los platos del desayuno.  Junto en una bolsita las piedras sucias de Cleo y las sumo a la basura.  La lluvia me moja cuando salgo a tirarla en el contenedor.  Me moja más cuando voy a comprar el pan.  Me lavo las manos.  Tiendo las camas.  Estiro la alfombra.  Paula se despierta. 

Me siento mejor.  A veces Felipe dice que quiere que todo se transforme en un dibujito, dice que todo lo que lo rodea, todo lo que existe, él quiere que sea como en un dibujo animado.  Yo ya descarté esa idea hace millones de años.   Me doy cuenta de que soy exactamente quien quiero ser.


















Elena Solis. 







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